“¿Cómo es posible que se perfile y se presione a una Juez de la República y no pasa nada?, ¿Por qué un candidato dice abiertamente que va a acabar con todo aquel que piense distinto, y nadie lo cuestiona? No hay editoriales, no hay indignación. Solo silencio. Los escándalos solo importan si afectan al gobierno nacional. Pero si involucra a otros poderosos, se hacen invisibles” Paola Herrera
Hace años que lo venimos advirtiendo quienes ejercimos el periodismo con compromiso y quienes, desde la docencia, intentamos formar periodistas íntegros: el periodismo colombiano ha perdido su esencia. La esencia de preguntar sin miedo, de investigar sin concesiones, de incomodar al poder —sea cual sea ese poder—, de ser un contrapeso real y no un actor más en el tablero de la política partidista.
Hoy, los grandes medios nacionales parecen haber renunciado a su papel de guardianes de la democracia para convertirse en actores políticos con una agenda claramente definida. Nunca había visto que prácticamente todos los grandes medios asumieran, de forma tan abierta, una posición de matriz única contra un gobierno.
Antes, la regla era distinta: el gobierno de turno siempre contaba con un respaldo mediático mayoritario, con medios dispuestos a suavizar la crítica. Ahora, la ecuación se invirtió: los grandes medios hacen parte orgánica de la oposición política. Y eso, lejos de fortalecer la democracia, la debilita.
En este contexto, duele y preocupa la renuncia de la periodista Paola Herrera, quien en su carta de despedida hizo una crítica severa tanto al periodismo como al poder. Denunció la estigmatización, el hostigamiento y la pérdida de rigor en la profesión, pero también señaló el silencio cómplice de muchos colegas y la connivencia de los grandes medios con agendas políticas. Paola pone en dedo en la llaga y la sangra.
Su retiro, motivado por el desgaste y la frustración, es una pérdida para el periodismo crítico, porque representa la voz de quienes aún creen que preguntar es un acto de amor por la verdad y no un arma para destruir al adversario.
No se trata de pedir complacencia con el poder —sería absurdo—, sino de exigir equilibrio. El periodismo no puede convertirse en una trinchera ideológica que selecciona sus batallas según el color político del presidente de turno. Cuando un medio deja de investigar y fiscalizar a todos por igual y decide apuntar siempre en la misma dirección, ha dejado de ser periodismo para convertirse en militancia disfrazada.
El periodismo, en su esencia, debe ser ético, honesto, responsable. Debe investigar antes de opinar, debe informar antes de editorializar, debe contextualizar antes de juzgar. Y, sobre todo, debe huir de los sesgos ideológicos que convierten a las redacciones en extensiones de campañas políticas. Hoy, tristemente, vemos más “columnistas militantes” que reporteros de calle; más opinadores que investigadores; más escándalo que contexto.
El daño de esta tendencia es doble. Por un lado, erosiona la confianza ciudadana en los medios, pues la gente percibe —con razón— que la agenda informativa está contaminada por intereses políticos o económicos. Por otro, deja en la sombra los problemas reales del país: la corrupción regional, el abandono estatal, el deterioro ambiental, la violencia en territorios olvidados… todos quedan relegados porque no encajan en la narrativa central de atacar al gobierno nacional.
Volver a los principios fundacionales del periodismo no es una utopía. Es una urgencia. Significa rescatar la honestidad intelectual, la transparencia en la información, la investigación rigurosa y la independencia real. Significa incomodar al poder, a todos los poderes: al político, al económico, al militar, al religioso y, sí, también al mediático. Significa volver a ser incómodos para todos y complacientes con nadie.
El periodismo libre no se hace con slogans, ni con hashtags, ni con trincheras ideológicas. Se hace con datos, con investigación, con testimonios, con historias que revelen verdades incómodas, aunque no sumen “likes” ni encajen en la línea editorial. Y se hace, sobre todo, con la convicción de que la lealtad más importante de un periodista no es con un partido, un dueño de medio o un anunciante, sino con la ciudadanía.
Hoy, el reto es monumental: recuperar la credibilidad perdida. Y eso no se logra con autoelogios en foros o con premios entre colegas, sino con trabajo de campo, con reportajes que se atrevan a tocar intereses, con la humildad de reconocer errores y la valentía de corregir el rumbo. Porque si seguimos confundiendo periodismo con activismo político, no solo perderemos la esencia de nuestra profesión, sino también la fe de la gente en que todavía existen voces dispuestas a contar la verdad completa.