Entre el 6 y 7 de noviembre de 1985, el país contempló en directo la destrucción de su propio símbolo judicial. El Palacio de Justicia, tomado por el grupo insurgente M-19, fue reducido a cenizas durante la operación militar que buscaba su recuperación. Lo que debía ser una restauración del orden terminó siendo una tragedia de proporciones nacionales: casi un centenar de muertos, doce desaparecidos y una verdad aún incompleta.
La toma del M-19, según sus propios comunicados, pretendía forzar un juicio político al presidente Belisario Betancur por el incumplimiento de los acuerdos de paz. Pero la reacción del Estado fue desmesurada. Tanques, fuego cruzado y órdenes contradictorias convirtieron el corazón judicial del país en un campo de batalla. En ese fuego pereció no solo la Corte Suprema de Justicia, sino también la credibilidad del Estado de Derecho.
El pacto de silencio
Durante las décadas posteriores, se tejió lo que la historiografía y diversos informes han denominado “el pacto de silencio”: una red de omisiones, versiones manipuladas y negaciones sistemáticas entre mandos militares, funcionarios civiles y sectores políticos. Documentos desaparecieron, videos fueron editados y testigos silenciados.
Este pacto no fue producto del azar, sino una decisión política y militar que buscó proteger la imagen institucional a costa de la verdad. La impunidad, en consecuencia, se volvió una política de Estado.
La condena internacional
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su sentencia de 14 de noviembre de 2014 (Caso Rodríguez Vera y otros vs. Colombia), declaró responsable al Estado colombiano por desapariciones forzadas, torturas y ejecuciones extrajudiciales ocurridas durante y después de la retoma. La Corte fue enfática: los hechos no pueden interpretarse como excesos individuales, sino como acciones sistemáticas ejecutadas bajo la lógica del “enemigo interno”, una doctrina que justificaba la eliminación del adversario político sin límite legal.
La sentencia ordenó al Estado reconocer públicamente su responsabilidad, reparar integralmente a las víctimas y reabrir investigaciones. En su fallo, la Corte describió con claridad el doble crimen: primero, la violencia del operativo militar; y luego, el encubrimiento institucional que prolongó la agonía de los familiares durante décadas.
A ello se suman las conclusiones del Informe Final de la Comisión de la Verdad (2022), que reafirma la responsabilidad directa del Estado y de las Fuerzas Armadas en el uso desproporcionado de la fuerza y en las desapariciones posteriores. No se trató como se quiso hacer verde una “victoria contra el terrorismo”, sino de una violación masiva de derechos humanos en el corazón de la democracia.
De la tragedia a la Constitución
Paradójicamente, apenas seis años después de aquella tragedia, el propio M-19, ya desmovilizado, participó en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. De su pluma, junto con otros sectores políticos y sociales, nació la Constitución de 1991, que consagró los derechos fundamentales, el pluralismo político y el control civil sobre los militares.
En esa ironía se condensa la paradoja nacional: los autores iniciales del asalto a la justicia ayudaron a escribir el nuevo pacto democrático, mientras muchas víctimas del Palacio aún eran buscadas por sus familias entre archivos y ruinas.
La deuda moral del Estado
Cuarenta años después, el Palacio de Justicia sigue siendo una herida abierta. El Estado ha pedido perdón en ceremonias solemnes, pero la verdad completa continúa fragmentada entre expedientes, silencios y secretos de cuartel. Los mandos de la época mantienen su versión inamovible, y buena parte del país prefiere recordar solo las cenizas, no las causas.
Romper el pacto de silencio no es un acto de venganza, sino de responsabilidad democrática. Las naciones solo se fortalecen cuando reconocen sus errores, no cuando los entierran bajo la retórica del honor.
El Palacio de Justicia no fue solo un crimen contra las víctimas, sino un atentado contra la memoria de la República. Y mientras la verdad siga siendo rehén del miedo, el fuego de aquel noviembre seguirá ardiendo en la conciencia nacional.
