Político, con Dios no se juega.

De todas las vanidades humanas, quizá la más peligrosa sea la de quienes creen que pueden usar el nombre de Dios como si fuera un amuleto electoral. Los profetas antiguos conocían bien ese tipo de hombres: hablaban en nombre de Dios sin haberlo escuchado, se proclamaban instrumentos del Altísimo, pero solo seguían el eco de su propia voz. Nada irritó más a Dios que esa pretensión: la de quienes visten la mentira con el ropaje de la fe.

No es nuevo. Siempre que el poder busca legitimarse, recurre a lo sagrado. Pero hay algo particularmente inquietante en ver a quien alguna vez se declaró ateo, invocar ahora la protección divina como si la fe fuera una estrategia de comunicación. Dios no es una marca, ni una coartada, ni un escudo para proteger reputaciones. Quienes lo han intentado antes —en todos los tiempos— han terminado descubriendo que la soberbia, tarde o temprano, les cobra factura.

Porque Dios no necesita voceros improvisados, ni defensores de ocasión. No está al servicio del ego ni de las campañas políticas. Quien lo invoca con segundas intenciones, puede confundir a los incautos, pero no a Él. Puede llenar escenarios, obtener votos o halagos, pero no podrá escapar a la sentencia más silenciosa y justa: la del propio corazón engañoso.

Hay hombres que citan su Palabra, pero jamás la han escuchado. Que levantan sus manos, pero solo para sí mismos. Y hay quienes, en su arrogancia, confunden la tolerancia divina con aprobación. Pero Dios no se deja usar: el amor que da también desnuda, la gracia que salva también revela, y el mismo que bendice al humilde resiste al soberbio.

Hay quienes confunden el llamado de Dios con su propia ambición. Se proclaman instrumentos del cielo, cuando solo buscan un trono en la tierra. Hablan de destino y propósito divino, pero lo que realmente anhelan es poder. Y aunque el discurso parezca ungido, el corazón revela siempre su verdadero evangelio.

No hay peor destino que el del que se engaña creyendo que camina con Dios cuando solo camina sobre su propio reflejo. Ese es el verdadero abismo. Porque Dios, que es amor, también es verdad. Y la verdad siempre encuentra el modo —a veces lento, a veces implacable— de poner cada cosa en su lugar.

Recuérdalo político, quizás engañes al hombre, pero nunca a Dios, con él no se juega. Ni con su nombre, ni con su palabra.

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