Cartagena de Indias es, sin temor a exagerar, una joya histórica que brilla con luz propia en el Caribe colombiano. Su nombre evoca imágenes de fortalezas coloniales, calles empedradas bañadas por la brisa marina, balcones cubiertos de flores y una herencia cultural que trasciende siglos. Pero también, para quienes miran más allá de la postal, Cartagena representa una profunda paradoja: una ciudad de contrastes dolorosos, donde el esplendor del pasado convive con una realidad marcada por la desigualdad, la corrupción política y una gobernanza errática que ha saboteado sistemáticamente su potencial.
Fundada en 1533, Cartagena fue uno de los principales bastiones de la colonización española en América y uno de los puertos más codiciados del continente. Desde sus inicios, la ciudad fue un epicentro de comercio —legal e ilegal—, de conflictos y de mestizaje cultural. Fue clave en la defensa contra los piratas y escenario de una de las gestas independentistas más tempranas y valientes del país. El patrimonio arquitectónico que aún conserva, con su ciudad amurallada, el Castillo de San Felipe y sus conventos coloniales, le valió el título de Patrimonio Histórico de la Humanidad por la UNESCO. Cartagena es historia viva, una narrativa de resistencia y diversidad racial que se refleja en su música, en sus sabores y en su gente.
Sin embargo, esa herencia grandiosa contrasta brutalmente con la Cartagena contemporánea, una ciudad que parece dividida en dos mundos. Por un lado, el circuito turístico que comienza en Bocagrande y termina en Getsemaní ofrece hoteles de lujo, restaurantes exclusivos y playas privatizadas. Por otro, las barriadas olvidadas de la zona suroriental, como Olaya Herrera o Nelson Mandela, viven una realidad que dista mucho del esplendor colonial. En estas zonas, el acceso a servicios básicos como agua potable, salud y educación es limitado, y la pobreza convive con el desempleo y la falta de oportunidades para la juventud.
Este abismo social no es casualidad. Es, en gran parte, el resultado de décadas de abandono institucional y de una clase política que ha hecho de Cartagena un laboratorio de corrupción, nepotismo e improvisación. Basta con revisar la historia reciente: en los últimos veinte años, Cartagena ha tenido más alcaldes encargados, sancionados o destituidos que planes de desarrollo exitosos. El desfile de mandatarios ha sido una muestra de cómo el poder local ha sido manipulado por clanes políticos, contratistas y grupos económicos que ven en la administración pública una fuente de enriquecimiento, no una herramienta de transformación social.
Casos como los de Judith Pinedo, Manolo Duque, Campo Elías Terán, William Dau y muchos otros, reflejan las oscilaciones entre el populismo, la tecnocracia, la improvisación y el deseo frustrado de cambio. Cada nuevo alcalde promete recuperar la dignidad de la ciudad, pero pocos logran siquiera cumplir con los programas más básicos. La institucionalidad cartagenera ha sido tan frágil que la inestabilidad política se ha convertido en una constante, minando la planificación y debilitando la confianza ciudadana.
Y, sin embargo, sería injusto pintar solo con tonos grises. Cartagena también es cuna de resistencia y renovación. En los últimos años ha surgido una generación de líderes sociales, académicos, artistas, periodistas y activistas que están reclamando su derecho a una ciudad más justa, inclusiva y transparente. Iniciativas barriales, procesos de memoria afrodescendiente, propuestas culturales como el Hay Festival y movimientos juveniles por el derecho al territorio han comenzado a tejer una Cartagena más consciente de sí misma.
Asimismo, vale reconocer que, en medio de la crisis institucional, ha habido también intentos sinceros por mejorar la gestión pública. Algunas administraciones han impulsado procesos de modernización, planes de movilidad, conservación del patrimonio y expansión de la infraestructura básica. Pero el desafío ha sido mantener la continuidad y blindar estos esfuerzos del vaivén político y la cooptación burocrática.
Cartagena está atrapada entre su glorioso pasado y su presente incierto. Es una ciudad que inspira y decepciona al mismo tiempo. Una ciudad que merece mucho más que lo que sus gobernantes le han dado, y que necesita con urgencia un pacto ciudadano que supere las divisiones y trace un rumbo común. Para ello, es imprescindible fortalecer la educación cívica, garantizar la transparencia en la contratación pública, descentralizar el desarrollo y, sobre todo, escuchar a las comunidades que han sido históricamente excluidas del proyecto urbano.
El turismo, por sí solo, no puede ser la tabla de salvación de Cartagena. Tampoco los megaproyectos inmobiliarios ni los discursos vacíos en campaña. Cartagena necesita visión, pero también ética. Necesita planificación, pero sobre todo compromiso con los más vulnerables. La ciudad que resistió ataques de corsarios y fue ejemplo de libertad en el siglo XIX, no puede seguir siendo rehén de la codicia en el siglo XXI.
Elogiar a Cartagena sin reconocer sus heridas sería superficial. Criticarla sin reconocer su grandeza, injusto. Como toda ciudad viva, Cartagena es un territorio en disputa, un proyecto inconcluso, una promesa todavía por cumplir. Y es responsabilidad de todos —gobernantes, ciudadanos y visitantes— contribuir a que su historia deje de ser un adorno turístico y se convierta en una fuente de dignidad para todos sus habitantes. Solo así podrá Cartagena reconciliar su alma partida y convertirse en la ciudad que verdaderamente merece ser.