Cartagena: entre la inseguridad y el culto al emperador

La gestión de Dumek Turbay al frente de la Alcaldía de Cartagena ha dejado más sombras que luces, especialmente en los temas más sensibles para la ciudadanía: la seguridad, la transparencia y el manejo de los recursos públicos. A pesar de los anuncios rimbombantes y las ruedas de prensa cargadas de promesas, la realidad en las calles es otra: la inseguridad avanza, las cifras de homicidios y atracos crecen, y los cartageneros viven con la sensación constante de que la administración se ha convertido en un espectáculo más que en un proyecto de ciudad.

El plan de seguridad, presentado con bombos y platillos como una solución integral, ha resultado ser un fracaso en su aplicación. No existen indicadores serios de mejoría y las intervenciones han sido más reactivas que preventivas. Se trata de una estrategia sin columna vertebral, marcada por improvisaciones, sin articulación real con las comunidades ni con las fuerzas del orden. Al final, parece más un libreto diseñado para la foto y el titular que para la transformación de la realidad.

A esta inseguridad se suma la preocupante opacidad en los procesos de contratación pública. La administración ha dado muestras de manejar los contratos con una rapidez sospechosa, formulados “a las carreras” y sin el debido rigor técnico. Se habla de un modelo de gobierno donde la prioridad es cumplir favores políticos y no garantizar la eficiencia ni la transparencia en el uso de los recursos públicos. En este escenario, las secretarías se convierten en moneda de cambio para pagar lealtades, consolidando un entramado clientelista que distorsiona el verdadero sentido de lo público.

Pero más allá de las decisiones administrativas, lo que más inquieta es el estilo personalista del alcalde. Dumek Turbay parece concebir el poder como un trono desde donde gobierna como un emperador, rodeado de un aparato institucional que alimenta su culto a la personalidad. Los actos públicos, las campañas mediáticas y la narrativa oficial giran en torno a su figura, más que en torno a los resultados. Esto configura una institucionalidad que se pliega ante la vanidad del líder en lugar de rendir cuentas ante los ciudadanos.

Aún más grave es la forma en que cualquier crítica, disenso o punto de vista alterno al del alcalde es inmediatamente estigmatizado. La administración parece tener un radar permanente sobre quienes se atreven a cuestionar, y en lugar de asumir la crítica como una oportunidad de mejorar, la reduce a un ataque personal. La narrativa oficial clasifica a los críticos como enemigos del progreso y de la ciudad, silenciando voces y cooptando el debate público. Ese clima de vigilancia y señalamiento erosiona la democracia local y convierte la Alcaldía en una máquina propagandística más interesada en blindar la imagen del mandatario que en escuchar las necesidades reales de la ciudadanía.

El problema de fondo no es solo de gestión, sino de concepción del poder. Cartagena no necesita emperadores ni caudillos, sino administradores comprometidos con la ciudad, con la transparencia y con el bienestar colectivo. Un gobernante que construya políticas sostenibles, que enfrente la inseguridad con seriedad y que respete la institucionalidad en lugar de utilizarla como plataforma para su propia imagen.

Hoy, Cartagena enfrenta el doble desafío de la violencia en sus calles y la corrupción en sus oficinas. Mientras tanto, el alcalde parece más preocupado por mantener su imagen que por dar respuestas efectivas. Y esa, tristemente, es la peor condena para una ciudad que merece mucho más que un espectáculo político.

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