De Chile a Colombia: cuando el Estado se arrodilla, llega Kast.

José Antonio Kast no ganó porque Chile se volvió de derecha. Ganó porque Chile se cansó de ser gobernado por gente que habla bonito mientras el Estado se deshace. Kast no es un proyecto político sofisticado: es una respuesta brutal a una década de irresponsabilidad elegante.

Durante años, Chile funcionó porque tuvo algo que hoy parece reaccionario: límites. La izquierda gobernaba sin jugar a la revolución permanente, la derecha sin jugar a la revancha, y la técnica mandaba más que el eslogan. El modelo no era perfecto, pero era gobernable. Y, sobre todo, previsible.

Eso se rompió mucho antes de Kast.

Se rompió cuando el orden público empezó a ser sospechoso.
Cuando la ley dejó de ser ley y se convirtió en “contexto”.
Cuando la violencia se explicó, se entendió, se romantizó… pero no se castigó.
Cuando la política decidió que pedir perdón era más rentable que ejercer autoridad.

El estallido de 2019 no fue la causa; fue el síntoma. No reveló desigualdad —esa siempre existió—, sino algo más corrosivo: la idea de que el sistema completo era moralmente ilegítimo. Desde entonces, todo valía. Incendiar, destruir, presionar. Y el Estado, en lugar de imponer límites, retrocedió con culpa.

Luego vino la fantasía refundacional: una Constitución escrita como manifiesto ideológico y no como regla de convivencia; como lista de deseos y no como contrato social. No importó que fuera rechazada. El mensaje ya estaba dado: las reglas dejaron de ser firmes.

Ahí aparece Kast. No como genio político, sino como síntoma. Kast no promete felicidad, ni justicia histórica, ni redención colectiva. Promete algo mucho más básico —y por eso mismo, electoralmente poderoso—: orden, castigo, frontera, control. No gana porque convenza; gana porque los demás dejaron un vacío.

Kast es lo que ocurre cuando la izquierda abandona la responsabilidad y la derecha deja de avergonzarse. Cuando la política se vuelve terapéutica y el ciudadano quiere policía. Cuando el discurso se vuelve cósmico y la gente exige certezas terrenales.

Y aquí el paralelo con Colombia no es advertencia: es espejo.

En Colombia, hoy, el gobierno pretende construir seguridad con discursos místicos, teorías etéreas sobre el amor y explicaciones sociológicas al crimen. Se habla de paz mientras el territorio se pierde, se dialoga mientras el crimen se expande y se teoriza mientras la gente se encierra temprano en sus casas. El Estado habla como gurú y gobierna como pontífice de la moral e inútil ante resultados que nunca aparecen.

Eso no crea seguridad.

Eso crea hartazgo.

Y el hartazgo no vota poesía.

El hartazgo vota mano firme.

Mientras se discute si el lenguaje es “responsable”, el ELN o las Disidencias de las FARC, o cualquiera de esas bandas criminales con nombres contradictorios como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (¡válgame Dios! tremenda burrada conceptual) mantienen a medio país secuestrado en un paro armado, que cada una se turna como en un Gang bang  de terror y pornografía de criminal. Dinamitan estaciones de Policía, destruyen hospitales y asesinan como ejemplo concreto policías en Buenos Aires, Cauca. No es una metáfora: es poder real ejercido por criminales. La fuerza pública está contenida, maniatada; el presidente, arrodillado en nombre de una paz que solo existe en su retórica. El Estado ya no ejerce autoridad: la mendiga. No persigue criminales, los comprende. No defiende territorio, lo negocia. No impone la ley, la relativiza. Y cada concesión se paga con sangre ajena, la de colombianos que en su mayoría no andan en TXL blindadas.

En este lodazal no surge un “extremista”, surge una reacción animal al abandono. El “Kast colombiano” no ha aparecido aún en el tarjetón, pero ya está en campaña: no recorre plazas, recorre redes; no promete programas, promete orden; no habla de consensos, habla de enemigos. Se parece a Abelardo De la Espriella no por el cargo que aspire a ocupar, sino por el rol que ocupa: el del personaje que dice lo que el poder evita decir y promete hacer lo que el gobierno se rehúsa a hacer.

Esto no es un giro ideológico: es una náusea colectiva. El vómito político de una sociedad harta de ver a sus muertos convertidos en estadísticas, a sus policías sacrificados en el altar de la corrección moral y a sus gobernantes explicando la barbarie en lugar de combatirla. Cuando el Estado se arrodilla, alguien siempre se levanta. Y cuando eso ocurra —porque ocurrirá— no será culpa del que prometa mano dura, sino de quienes, teniendo el poder, prefirieron arrodillarse ante el crimen y llamar a eso humanidad.

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