El DIH es un escudo para terroristas, no un camino a la paz

El Derecho Internacional Humanitario, tal como está concebido, no protege la paz: la congela en un estado de guerra permanente.

Durante décadas se nos ha dicho que el Derecho Internacional Humanitario (DIH) es el camino para reducir los horrores de la guerra. Sin embargo, en los conflictos modernos —marcados por actores no estatales, terroristas o guerrilleros—, este marco legal ha terminado convertido en un obstáculo para los Estados legítimos y en una herramienta de protección para quienes no respetan ninguna norma.

El desequilibrio de las guerras asimétricas

El DIH nació pensando en ejércitos regulares enfrentados en campos de batalla definidos. Hoy, en cambio, los conflictos se libran contra grupos como HAMAS en Gaza o las guerrillas en Colombia, que operan entre civiles, usan a la población como escudo humano y se camuflan bajo estructuras sociales y religiosas.

El resultado es evidente: el Estado está maniatado por las normas, mientras que el actor irregular se beneficia de esas mismas restricciones. El DIH, lejos de equilibrar, crea una asimetría donde el terrorista o insurgente siempre gana terreno.

Civiles, ¿neutrales o cómplices?

Un punto incómodo pero real es el papel de ciertos sectores civiles. Aunque no participen directamente en operaciones militares, muchos colaboran activamente con los grupos armados: esconden combatientes, facilitan su escape, impiden acciones estatales como la erradicación de cultivos ilícitos o delatan posiciones militares.

En Gaza, se ha visto cómo civiles protegen a miembros de HAMAS en sus propias casas. En Colombia, campesinos han secuestrado soldados o impedido operativos contra el narcotráfico. El DIH los ampara como población protegida, pero en la práctica están contribuyendo a sostener al actor ilegal.

ONGs y la legitimación del enemigo

Otro fenómeno preocupante es la proliferación de ONGs y fundaciones de fachada, muchas veces creadas por los mismos grupos armados. Estas organizaciones se presentan como defensoras de derechos humanos, pero en realidad funcionan como escudos políticos para desacreditar al Estado y victimizar al insurgente.

En ocasiones, incluso Estados extranjeros con intereses estratégicos financian o apoyan estas estructuras, perpetuando el conflicto para debilitar al gobierno que lucha contra el actor irregular.

La lección de la historia

Las guerras no terminan por cortesía jurídica. La Segunda Guerra Mundial se resolvió con la derrota total del nazismo y el Imperio japonés, no con llamados a la moderación ni con armisticios a medias.

Hoy, cuando enfrentamos a grupos como HAMAS —fanáticos religiosos que prefieren morir matando—, pretender que el DIH será el camino hacia la paz es una ilusión peligrosa. Estos actores no aceptan armisticios ni acuerdos; solo entienden la fuerza o la victoria total.

No se puede esperar a la reforma

La verdad incómoda es que los Estados no pueden esperar a una reforma del marco jurídico internacional. Las guerras existenciales no se libran en las aulas de Naciones Unidas, sino en el terreno. Y cuando el precio de actuar con contundencia es el descrédito diplomático, debe asumirse.

La supervivencia de una nación vale más que cualquier condena pasajera. Lo contrario es entregar la victoria a quienes se esconden tras la legalidad que nunca respetaron.

Un marco que necesita reforma

Esto no significa desconocer el valor de la humanidad en la guerra. Nadie defiende la barbarie ni los excesos indiscriminados. Pero el DIH, tal como está, es ineficaz para enfrentar guerras asimétricas.

Lo que necesitamos es una reforma seria que reconozca:

  • La responsabilidad de los civiles que colaboran con actores ilegales.
  • La necesidad de limitar la influencia de ONGs y fundaciones de fachada.
  • El derecho de los Estados legítimos a actuar con firmeza frente a enemigos que no respetan ninguna norma.

El fetiche político de Occidente

Un factor adicional agrava el problema: la forma en que en Occidente pululan colectivos de izquierda y movimientos progresistas que, ya sea por ingenuidad o por interés ideológico, han adoptado como causas fetiche la defensa de Palestina y la “paz” en Colombia.

Con discursos vacíos pero ruidosos, presionan a gobiernos democráticos, mientras callan convenientemente los crímenes y atrocidades de los grupos armados. En la práctica, terminan actuando como altavoces gratuitos de las narrativas insurgentes, debilitando la legitimidad del Estado y reforzando la posición de quienes jamás buscan una paz real.

A esos actores no se les debe dar poder de presión: su romanticismo militante no construye soluciones, solo prolonga la guerra que dicen querer evitar.

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