LA RECTA FINAL POR LOS DESTINOS DE LA UNIVERSIDAD DEL ATLÁNTICO.

Esta columna, escrita desde el afecto y el compromiso con nuestra alma máter, se divide en tres tramos. En una primera parte, mi experiencia como estudiante de pregrado; la segunda parte, el espejo del presente; y, por último, un llamado sereno y firme de cara a la consulta/elección de la rectoría.

Ingresé a la Universidad del Atlántico en el primer semestre de dos mil catorce. Culminé mi proceso académico como egresado en dos mil dieciocho y como graduado en dos mil veintidós. En ese lapso pasaron ante mis ojos nada más ni nada menos que nueve rectores: Ana Sofía Meza de Cuervo, Rafael Castillo Pacheco, Rafaela Vos Obeso, Maryluz Stevenson Vecchio, Jorge Restrepo Pimienta, José Henao Gil, Jairo Contreras Capella, Carlos Prasca Muñoz y, finalmente, quien firmó mi diploma, Danilo Hernández. Más allá de cualquier simbolismo, aquella cadena de interinidades incubó una sensación de ostracismo institucional. Todo se volvía paquidérmico: los trámites se ralentizaban, la coordinación se diluía y el rumbo parecía difuso. Aprendíamos por amor al estudio y por la vocación de muchos docentes —que sostuvieron con su entrega lo que la administración no lograba articular—, pero hacía falta una cabeza con hoja de ruta, metas claras y sentido de pertenencia. Fue una etapa dura que, sin embargo, nos enseñó a surgir en la adversidad.

Hoy, ya en posgrado y participando del proceso electoral, me sorprende volver a leer apellidos y nombres que escucho desde hace más de once años. La repetición cansa si viene acompañada de prácticas que no deben normalizarse: estudiantes eternos, episodios de violencia y sabotajes que enlodan el nombre de la institución. No representan a la mayoría —que estudia, investiga y trabaja con orgullo—, pero sus acciones opacan logros y desgastan la convivencia. Mi postura es inequívoca: condenar cualquier conducta que atente contra los bienes públicos y la dignidad de nuestra comunidad, y activar oportunamente los debidos procesos disciplinarios, con garantías, pero también con resultados. La Universidad merece un ambiente donde el disenso sea académico, la protesta pacífica y la excelencia la regla, no la excepción.

Ad portas de elegir la rectoría, es hora de migrar de la consigna a la evaluación sería. Invito a revisar con lupa la trayectoria y la integridad de quienes aspiran, su experiencia de gestión, su conocimiento del sistema de educación superior y, sobre todo, sus resultados verificables dentro de la comunidad universitaria. También el contenido programático, con metas medibles en cobertura, permanencia y graduación estudiantil; bienestar; financiación; investigación y extensión; infraestructura; gobierno abierto y transparencia. No se trata de reiniciar cada cierto tiempo, sino de dar continuidad a lo que está bien, corregir lo que está mal y acelerar lo que sigue pendiente. La vara debe ser alta: méritos por encima de cuotas; proyectos por encima de apellidos; Universidad por encima de egos.

Elegir bien es pensar en las y los estudiantes que madrugan desde Malambo, Galapa o Soledad; que provienen foranamente desde todos los rincones más lejanos de la costa o del país, de las familias cuyo primer miembro profesional puede estar formándose hoy en la universidad, en los docentes que investigan contra la corriente; en el personal administrativo que hace posible el día a día; en las familias que confían en el sello de la Universidad del Atlántico. Elegir bien es asegurarnos de que lo construido no se pierda, que lo logrado se consolide y que lo que falta por alcanzar sea, de verdad, lo mejor para la Universidad. Que esta recta final no sea una carrera de obstáculos, sino un examen de madurez institucional. El voto dura pocos minutos; sus efectos, en cambio, nos acompañan por muchos años.

¡Que gane la Universidad del Atlántico!

Scroll al inicio