“Memoria a 40 años de la toma del Palacio de Justicia”.
En noviembre de 2005, cuando tenía nueve años, vi por televisión un especial sobre la toma y retoma del Palacio de Justicia. Conmigo estaban mis tíos-padrinos, funcionarios de la Rama Judicial de mi Municipio natal, Plato (Magdalena). Guardaron un silencio que entonces no supe entender.
Hoy, cuando los aniversarios ya no son solo fechas sino estaciones de la memoria a las que uno regresa, vuelvo a aquella noche de 2005. El calendario escolar estaba por cerrar; mi cabeza alternaba pendiente de los festivos del mes, los exámenes finales y el regalo del 24 de diciembre. En la sala de casa, con un televisor a color de perillas cromadas para el cambio de canal y una roja para el volumen y encendido, el canal del “molusco gasterópodo” emitió un programa entre las siete y las nueve de la noche con un título que no he olvidado: “La toma, retoma y quema del Palacio de Justicia: 20 años”. Yo, un niño con permiso extendido para ver “programas de información”, me senté en el suelo de aquella sala amplia de pueblo caribeño, pero ese día algo era diferente. No recuerdo la marca del televisor, pero sí el peso del silencio y la mirada atenta a esas imágenes.
Hasta ese momento, la Justicia era para mí un lugar hecho de objetos. Algunos viernes, por asuntos de trabajo y de tiempo de mis cuidadores, muchas tardes terminaban en el despacho judicial donde mi tía era escribiente y mi tío, citador: en ese momento el Juzgado Único Penal Municipal de Plato (Magdalena). Una oficina ubicada a la derecha del final de un pasillo único e interminable; tras la puerta de madera, y dividida una parte por una balaustrada de madera y otra por una pared incompleta, cuatro paredes amarillas, de techo alto, abanicos colgados del cielo, piso ajedrezado y un aire acondicionado que era una caja ruidosa. Allí aprendí palabras antes que conceptos: almohadilla, archivador, cartelera, despacho, escritorio, expediente, gaveta, juez, notificar, sellos y tinta. También, en esa cuna de la justicia, toqué por primera vez una máquina de escribir y conocí el primer computador. La justicia olía a papel, tinta y aire viejo; sonaba a pasillos, a voces y pasos.
Por eso me desconcertó ver a mis dos referentes de ese mundo mirar la pantalla con una mezcla de asombro y dolor. No era miedo: era duelo. Yo, en cambio, estaba confundido. En mi memoria había escuchado el relato de que, cuando los despachos judiciales de Plato aún compartían espacio con la Alcaldía Municipal, un incendio devastó el edificio en medio de una asonada; —eso fue en el año 1992; yo aún no había nacido—, en mi casa había fotos y objetos de esa quema. Como en todo pueblo macondiano, la historia circulaba con añadidos populares: según, decían —o dicen— quien ostentaba el cargo de alcalde(sa) en ese entonces necesitaba “desaparecer papeles de los Juzgados y de la Alcaldía”, y que el fuego fue un borrador fácil. Mientras el programa avanzaba, mi imaginación hizo el cruce fácil: pensé que lo que veía eran escenas del “palacio” de Plato de ese momento. Pregunté, con la seguridad de quien cree comprobar una hipótesis. Me corrigieron: era Bogotá, la sede de las altas Cortes, el corazón judicial del País.
Con los años, en 2015, ya en la universidad estudiando derecho y desconociendo el momento histórico Colombiano exacto en que apareció la toga de color negro, hoy de uso obligatorio para audiencias según el Código General del Proceso, me contaron una versión de su origen en el mundo que aún se repite: que, en 1694, por la muerte de María II de Inglaterra, los jueces —acostumbrados al carmesí— vistieron de negro en señal de luto y, con el tiempo, ese color quedó asociado a la dignidad, rigor, respeto e imparcialidad. Hoy sé que es un relato plausible, discutido por algunos historiadores, pero eficaz como símbolo. En Colombia, sin embargo, el negro tiene una simbología propia: no solo el de los fines de la justica que simboliza, sino el de una memoria que nos pertenece.
Cuarenta años han pasado desde la toma y la retoma del Palacio de Justicia. Ya no miro esas imágenes con ojos de niño. No pretendo determinar culpas —para eso están los expedientes, las sentencias, las comisiones y la historia—, sino entender por qué aquella violencia eligió el templo del derecho. Mis respuesta se basa en que las democracias necesitan límites y contrapesos, y la justicia, cuando es independiente, encarna ese freno. Justo por eso a veces “estorba”. Y cuando estorba, hay quienes prefieren silenciarla no con razones, sino con estruendo.
En aquellos días de noviembre de 1985, en sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia se discutían asuntos de fondo, como el tratado de extradición de Colombianos por narcotráfico a Estados Unidos. Las acciones bélicas intentaron forzar con armas lo que no se gana con argumentos. No lo lograron. Hubo muerte, desapariciones y cicatrices que siguen abiertas, pero no hubo claudicación doctrinal. Entiendo ahora el gesto de mis tíos frente al televisor: no era solo horror, era reconocimiento. Temis, representando la institucionalidad había sido atacada por propiciar la justicia.
Desde ese 6 y 7 de noviembre de 1985, el negro de la toga dejó de ser un color “adoptado” para convertirse en un símbolo propio. En sus costuras y pliegues quedó atrapada la memoria de quienes esos días y en nuestros días no vuelven a casa: magistrados, Jueces, auxiliares, servidores públicos, abogados, empleados, escoltas y visitantes. También la de quienes, en función de administrar Justicia en nombre de la República de Colombia transciende de este mundo, por los servidores de la Rama Judicial en todo el País, los estudiantes que soñaban con códigos y jurisprudencias, los niños que aprendíamos a leer las instituciones a través de la gente que amábamos. En ese duelo, la prenda adoptó un sentido nuevo: la memoria de quienes dieron al derecho Colombiano doctrina y luces para discernir con independencia, sostener los frenos y contrapesos del Estado y la Sociedad, y recordarnos que la toga no es ornamento, sino un contrato social de responsabilidad con la ciudadanía y con la verdad.
Todavía puedo recordar con precisión las paredes altas y amarillas de aquel despacho de Plato y el pequeño televisor con la escena del tanque ingresando por las puertas del Palacio. El negro de la toga en Colombia no viene solo de una leyenda inglesa, sino de un símbolo de resiliencia. Aquí, además de imparcialidad, el negro significa memoria: el duelo —todavía vivo— de la Rama Judicial que no cede a presiones coyunturales ni agendas contrarias a la justicia.

