La última guerra: el fantasma nuclear y la aniquilación fatal

En los rincones más oscuros de la política internacional, mientras se negocian tratados, se imponen sanciones y se movilizan ejércitos, hay una amenaza silente, atómica, colosal, que sigue latente como una herida que nunca cerró: la guerra nuclear. Es un espectro que la humanidad no ha logrado exorcizar desde Hiroshima y Nagasaki. En pleno 2025, cuando la inteligencia artificial coloniza los discursos y el cambio climático domina las cumbres diplomáticas, seguimos viviendo al borde del abismo termonuclear.

Durante la Guerra Fría, el equilibrio del terror —esa grotesca lógica de destrucción mutua asegurada— funcionó como un mecanismo de contención. Estados Unidos y la Unión Soviética sabían que un botón equivocado significaba el fin del mundo. Y aunque ese sistema parezca irracional, funcionó: hubo miedo suficiente para no cruzar el umbral. Pero hoy, el panorama es más complejo, más multipolar, más imprevisible.

Las tensiones entre las grandes potencias no han desaparecido, sólo han cambiado de ropaje. Rusia ha resucitado una doctrina nuclear más agresiva en medio de su invasión a Ucrania. China crece como una superpotencia con arsenal atómico propio y ambiciones geoestratégicas en el Pacífico. Estados Unidos mantiene la mayor capacidad de destrucción del planeta, mientras mantiene tensiones con Irán, Corea del Norte y Venezuela. Incluso países con menor capacidad nuclear, como India y Pakistán, sostienen disputas fronterizas donde la chispa de la guerra podría convertirse en un incendio global.

Y si lo anterior no fuera suficiente, el nuevo frente no es sólo militar, sino digital. La ciberseguridad de los sistemas nucleares está en juego. Un error de software, un ciberataque o una mala interpretación de una alerta satelital podrían generar un lanzamiento accidental de misiles, sin que haya una decisión racional detrás. El mundo puede morir por una falla en el código.

Pero el problema es aún más profundo: nuestra arrogancia tecnológica nos ha hecho creer que todo es controlable, incluso el apocalipsis. La fe en que “nadie sería tan loco como para apretar el botón” se ha convertido en un dogma cómodo, mientras el armamento se moderniza, los tratados se disuelven y las voces por el desarme se apagan. El Tratado INF ha colapsado, el START está en agonía diplomática, y los acuerdos multilaterales están siendo reemplazados por carreras armamentistas disfrazadas de defensa legítima.

La ciencia ha sido clara: incluso una “pequeña” guerra nuclear regional entre India y Pakistán podría matar a más de 100 millones de personas y desencadenar un “invierno nuclear”, con una drástica caída en la temperatura global, colapso de cultivos y hambruna planetaria. Un conflicto nuclear global, como el que implicaría a EE. UU., Rusia y China, no dejaría vencedores, solo un mundo inhabitable, una humanidad extinguida, una historia inconclusa.

Y sin embargo, el discurso dominante sigue normalizando el rearme, la escalada y la doctrina de “disuasión”. Se invierte más en nuevas ojivas que en diplomacia, más en silos subterráneos que en humanidad. Si la guerra nuclear parece improbable para algunos, no es porque no haya riesgo, sino porque hemos elegido mirar hacia otro lado. Pero el olvido no desactiva bombas.

Esta es la paradoja más terrible de nuestro tiempo: la posibilidad de la extinción humana ya no depende de dioses ni meteoritos, sino de nuestras propias decisiones políticas y tecnológicas. El Homo sapiens se convirtió en su propio apocalipsis portátil.

No podemos permitirnos normalizar esta amenaza. El momento de actuar no es cuando suene una alarma en una ciudad cualquiera, sino ahora, cuando aún podemos firmar tratados, desmontar arsenales y reconstruir la confianza internacional. Exigir un mundo sin armas nucleares no es ingenuidad: es un acto de supervivencia.

Porque si llega una guerra nuclear, será la última.
Y ni siquiera quedará alguien para escribir la historia.

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