Política sin balas: un sueño que aún nos debemos

En Colombia nos hemos acostumbrado a que todo tenga un tinte político, a que cada conversación, cada tragedia y cada logro se termine transformando en un debate de extremos. Si alguien dice algo, inmediatamente aparece el que responde con la visión contraria, no para conversar sino para atacar. En medio de todo eso, los jóvenes terminamos sintiendo que no hay un espacio real para pensar distinto, para disentir sin miedo a que te encasillen en una orilla. Y justo ahí es donde quiero entrar: soy un joven que cree en la política, que intenta hacerla desde lo que está a su alcance, que participa en lo que puede porque sé que si uno no se mete, otros deciden por ti. Por eso me presenté al Consejo Municipal de Juventud, no porque quiera sonar como alguien que promete cambiar el mundo en un día, sino porque creo que hay que dar el paso, aunque sea pequeño, de dejar de quejarse desde la distancia y entrar a mover las piezas, así sea en lo local.

El asesinato de Miguel Uribe Turbay hace poco volvió a poner en evidencia algo que ya sabíamos, pero que a veces preferimos ignorar: la política en Colombia se está volviendo un campo de batalla sin reglas claras, un ring donde los extremos se alimentan del odio mutuo y en el medio quedan los ciudadanos de a pie, los que terminan pagando el precio de la violencia, de la intolerancia y de esa incapacidad de hablar sin gritar. A Miguel lo mataron, y al instante comenzaron las peleas en redes sociales: unos acusando a la izquierda más radical, otros devolviendo los dardos contra la derecha, y en medio de todo eso se perdió lo más importante, que era reconocer que habían asesinado a un ser humano, a un colombiano, a alguien que tenía familia, sueños, vida. La discusión se redujo a quién tenía la culpa y qué narrativa ganaba más fuerza. Eso duele porque nos habla de un país que se acostumbró a ver todo en blanco y negro, olvidando los matices.

La polarización en Colombia no es nueva, viene desde hace décadas. Pero nuestra generación la ha recibido amplificada por las redes sociales, por los algoritmos que premian la rabia, por la necesidad constante de tener la razón. Es como si viviéramos en un país donde la gente no quiere escuchar, solo confirmar sus prejuicios. ¿Y qué pasa con los que no estamos en los extremos? Pues nos toca caminar sobre una cuerda floja: si criticas a la derecha, te dicen que eres un mamerto; si cuestionas a la izquierda, te tildan de uribista. Y uno se queda pensando: ¿de verdad todo se reduce a esas etiquetas? ¿No hay espacio para ser crítico sin que eso signifique ser enemigo?

La política debería ser un lugar para construir, no para destruir. Suena ingenuo, lo sé, pero es que a veces pareciera que los que más gritan en los extremos olvidan que la democracia se sostiene de la diversidad, del debate, de la posibilidad de disentir sin matarse. El problema es que la violencia se volvió parte del guion. Si no es violencia física, es simbólica; si no es con armas, es con palabras que buscan anular al otro. En el caso de Miguel Uribe Turbay, no importa si alguien estaba o no de acuerdo con sus posturas políticas: lo que debería indignarnos es que alguien creyó que tenía el derecho de quitarle la vida solo por pensar distinto. Esa es la raíz de la crisis: que hemos permitido que las ideas se discutan con sangre y no con argumentos.

Como joven que decidió meterse en política, me hago esa pregunta casi todos los días: ¿vale la pena? Y siempre termino respondiéndome que sí, porque si los que creemos en la política como herramienta de diálogo nos rendimos, entonces los violentos ganan. Pero no voy a negar que a veces es difícil. Ver cómo se polariza todo, cómo incluso entre amigos a veces es imposible hablar de ciertos temas sin que la conversación termine en un portazo, da un poco de miedo. Aun así, creo que somos los jóvenes los que tenemos que insistir en otra forma de hacer las cosas, porque si seguimos repitiendo el modelo de los extremos, la historia no va a cambiar.

Lo que más me preocupa es que la polarización no solo mata líderes, como a Miguel, sino que también mata la esperanza de un país diferente. Cuando la gente joven ve que todo se trata de gritar más fuerte, de insultar al que piensa distinto, muchos prefieren no involucrarse. Es más fácil quedarse callado, vivir la vida y olvidarse de la política. Pero ese vacío lo llenan los mismos de siempre, los que sí están dispuestos a aprovechar la apatía para seguir dominando el tablero. Ahí es donde tenemos que hacernos responsables. No se trata de volvernos fanáticos de un lado o del otro, sino de entender que la política también nos pertenece y que si queremos un país menos violento, tenemos que aprender a discutir de otra manera.

Hay algo que he notado y que me da un poco de esperanza: en las conversaciones entre jóvenes, cuando logramos dejar de repetir los discursos de los extremos, aparece un terreno en común. Hablamos de educación, de oportunidades, de la necesidad de que nos dejen soñar aquí sin tener que irnos del país, de la importancia de que la política no sea solo un club de élites. Ahí uno se da cuenta de que sí hay temas que nos unen, solo que la polarización los tapa con su ruido constante. Y eso me impulsa a seguir participando, porque si dejamos que todo lo dominen los extremos, nunca vamos a encontrar esos puntos de coincidencia.

El asesinato de Miguel Uribe Turbay debería ser un campanazo, una alarma que nos diga que así no podemos seguir. No importa si uno estaba de acuerdo con él o no: lo mínimo que deberíamos sentir es indignación y rechazo a que en este país sigamos resolviendo las diferencias con violencia. Y también deberíamos entender que cada vez que nos dejamos arrastrar por los extremos, cada vez que caemos en la tentación de ver al otro como enemigo absoluto, le estamos abonando el terreno a esa violencia. Es un círculo vicioso que tenemos que romper.

Yo no tengo todas las respuestas, ni pretendo tenerlas. Soy un joven que apenas está comenzando en la política, que está aprendiendo, que se equivoca y que intenta escuchar. Pero sí estoy convencido de algo: la política tiene que dejar de ser un campo de batalla para convertirse en un espacio de encuentro. No digo que todos vayamos a pensar igual —sería absurdo—, pero sí que deberíamos recuperar la capacidad de vernos como ciudadanos antes que como rivales.

Quizás suene utópico, pero yo creo que se puede. Se puede porque ya hay muchos jóvenes que no quieren repetir los odios heredados, que prefieren hablar de futuro antes que seguir discutiendo eternamente sobre el pasado. Se puede porque en medio de tanta rabia todavía hay quienes creen en la posibilidad de construir juntos. Y se puede porque la política, a pesar de todo, sigue siendo el único camino para transformar lo que no nos gusta.

El reto está en no dejarnos atrapar por los extremos. No ser ingenuos, claro, pero tampoco caer en el juego de ver la vida como una guerra. La política debería ser más bien una especie de taller, un lugar donde ponemos sobre la mesa ideas, propuestas, sueños, y donde los choques no nos destruyan sino que nos obliguen a mejorar. Si logramos que esa visión gane espacio, quizás algún día dejemos de llorar la muerte de líderes y empecemos a celebrar los logros colectivos.

Eso es lo que me mueve a estar aquí, a participar, a insistir en que los jóvenes tenemos que hacer política. No para alimentar la polarización, sino para cambiarla desde adentro. Porque si algo nos demuestra lo que pasó con Miguel Uribe Turbay es que no podemos seguir indiferentes. La violencia y el odio no se van a ir solos; toca enfrentarlos, no con más odio, sino con otra manera de entender la política. Y ahí es donde quiero estar: en el lado de los que creen que sí se puede discutir sin matarse, que sí se puede construir sin destruir, que sí se puede hacer política sin extremos.

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