Hablar de Mario Vargas Llosa es adentrarse en uno de los universos literarios más vastos y controvertidos de la lengua española. Su obra es monumental: desde La ciudad y los perros hasta Conversación en La Catedral, ha retratado como pocos la tensión entre individuo y poder, la corrupción, la violencia y la moralidad en América Latina. Su vida, sin embargo, ha sido casi tan novelesca como sus ficciones: ha transitado del marxismo juvenil al liberalismo económico más ortodoxo, ha sido candidato presidencial y voz frecuente —y polémica— en los debates políticos del mundo hispano.
El escritor que desnuda a América Latina
Vargas Llosa es, antes que nada, un narrador prodigioso. Su capacidad para experimentar con las formas narrativas y para retratar la complejidad social y psicológica de sus personajes lo sitúa como uno de los grandes renovadores de la novela en español. El Perú es el gran laboratorio de su ficción: una nación atravesada por la desigualdad, el autoritarismo, el racismo y el caos institucional. Pero su mirada nunca se queda en la denuncia simple: Vargas Llosa explora cómo el poder corrompe y cómo la libertad, por frágil que sea, siempre encuentra resquicios para manifestarse.
Su Premio Nobel de Literatura en 2010 coronó una carrera literaria ya consagrada, pero también marcó un momento de inflexión. Vargas Llosa, más que nunca, asumió el papel de intelectual público, opinando desde tribunas internacionales y nacionales con contundencia y sin temor a la impopularidad.
El político que renunció a la utopía
Si en su juventud coqueteó con el marxismo y defendió la Revolución Cubana, en los años ochenta y noventa abrazó con fervor el liberalismo clásico. Su candidatura presidencial en Perú en 1990 —cuando fue derrotado por Alberto Fujimori— marcó su transición definitiva de la izquierda a una derecha liberal ilustrada, influida por pensadores como Hayek y Popper.
Esta conversión no estuvo exenta de críticas. Muchos le achacan una mirada elitista, eurocéntrica, desconectada de la realidad latinoamericana más urgente. Para otros, representa una voz coherente con la defensa de la democracia, el libre mercado y el Estado de derecho, en una región donde esos valores suelen tambalear.
Las polémicas: el precio de la coherencia o de la soberbia
Vargas Llosa ha generado polémicas por su apoyo a líderes de derecha (como Keiko Fujimori en Perú o Isabel Díaz Ayuso en España), por sus críticas al populismo de izquierda (especialmente al kirchnerismo, al chavismo y al castrismo), y por su rechazo a movimientos como el feminismo contemporáneo o el indigenismo, a los que acusa de promover identitarismos que dividen a la sociedad.
Estas posturas le han granjeado la animadversión de sectores progresistas y de quienes ven en él a un intelectual desconectado de las luchas sociales actuales. Sin embargo, otros lo defienden como un referente que no ha claudicado ante la corrección política y que ha mantenido una postura fiel a sus principios liberales, aunque sean incómodos.
¿Qué legado deja?
El legado de Vargas Llosa es, ante todo, literario. Su estilo, su rigor narrativo, su valentía para explorar los rincones más oscuros del alma humana y de las estructuras sociales lo sitúan junto a García Márquez, Borges y Cortázar en el panteón de los grandes escritores latinoamericanos.
Políticamente, su figura divide: para algunos, un faro de racionalidad liberal en tiempos de populismo; para otros, un representante de una élite intelectual que no ha sabido escuchar a los pueblos que dice conocer tan bien. Pero incluso sus detractores reconocen que Vargas Llosa ha sido —y es— un actor fundamental en el debate público, un escritor que ha preferido incomodar antes que callar.
En tiempos donde el pensamiento se fragmenta en trincheras y la cultura parece a veces resignarse a la tibieza, la figura de Mario Vargas Llosa nos recuerda que el arte y la política, cuando se toman en serio, no son cómodos. Son, precisamente por eso, necesarios.