Santa Marta ha aprendido, a punta de dolor, que las lluvias no avisan… y que cuando llegan, suelen poner al descubierto las debilidades de nuestra planificación urbana y la fragilidad de nuestras comunidades frente a las emergencias. Cada temporada trae consigo imágenes que se repiten: calles convertidas en ríos, familias perdiendo lo poco que tienen y una ciudadanía que, solidaria como pocas, corre a ayudar.
Pero la solidaridad, por valiosa y necesaria que sea, no reemplaza la acción articulada del Estado. No podemos seguir confiando en que el espíritu comunitario sea la primera y casi única línea de respuesta. La prevención no puede ser una palabra bonita para discursos; debe ser una política pública seria, con recursos, responsabilidades claras y voluntad de cumplir.
En la gestión del riesgo no hay improvisación que valga. Se requieren estudios, mapas de riesgo actualizados, inversión en obras de mitigación, campañas de educación comunitaria y coordinación real entre autoridades locales, departamentales y nacionales. Y cuando la emergencia ocurre, la respuesta debe ser rápida, eficiente y humana.
Lo que sucede en Santa Marta no es un fenómeno aislado. Las lluvias seguirán llegando, pero los desastres pueden evitarse o al menos reducirse. Y ahí radica la diferencia entre un Estado que reacciona y uno que prevé.
Hoy, más que nunca, necesitamos asumir que prevenir es más barato —y más digno— que reconstruir después de la tragedia. Si el Estado cumple su papel y la ciudadanía se involucra de manera organizada, podremos dejar de lamentar lo mismo cada año y empezar a construir una ciudad resiliente, que sepa convivir con la naturaleza sin ponerse en riesgo.
Santa Marta merece que la historia cambie. Sentir el Magdalena, sentir Santa Marta, es prevenir antes que lamentar.