Cinco siglos no son poca cosa. Son generaciones enteras, construcciones y destrucciones, una sucesión de memorias que se enredan entre el mar, la sierra, el mestizaje y los silencios. Santa Marta, la ciudad más antigua de Colombia y la segunda de América del Sur, ha cumplido 500 años de existencia, y lo hace en un momento de profunda introspección: entre las huellas del pasado, la lucha de los pueblos originarios, el legado del Libertador, las desigualdades del presente y las esperanzas de un futuro distinto.
Santa Marta representa mucho más que una fecha. Es símbolo de inicio, pero también de contradicción. Fue punto de contacto entre mundos, y testigo del sufrimiento de los pueblos indígenas de la Sierra Nevada. Fue testigo del paso de Simón Bolívar hacia su muerte en la Quinta de San Pedro Alejandrino, y también de los siglos en los que el Estado central la olvidó, relegándola a ser “la hermana menor” de otras grandes ciudades costeras. Pero a pesar de todo, Santa Marta resistió. Se levantó con fuerza popular, con dignidad costeña, con orgullo cultural y espiritual.
En este año de conmemoración, no solo los samarios celebran. También lo hace el país que reconoce en esta ciudad un hito fundacional de su historia. Y entre los mensajes que más han conmovido y llamado a la reflexión estuvo el del Papa Francisco, quien desde Roma envió una carta emotiva y poderosa al pueblo samario con motivo del quinto centenario.
El mensaje del Santo Padre no fue solamente un saludo ceremonial. Fue, sobre todo, un llamado a la conciencia colectiva, un eco de responsabilidad espiritual, humana y social. En su carta, el Papa resaltó el valor de Santa Marta como “tierra de encuentro”, como símbolo de diversidad étnica y cultural, como espacio donde confluyen el mar y la montaña, el indígena y el afro, el mestizo y el extranjero. Pero también fue directo en su mensaje: una ciudad con 500 años de historia no puede ignorar las heridas del pasado ni los retos del presente.
Francisco habló del cuidado de la “casa común”, una alusión directa al deterioro ambiental que vive la región. El crecimiento turístico desbordado, la deforestación en la Sierra Nevada, la contaminación en los ríos y playas, y la presión sobre los ecosistemas sagrados para los pueblos indígenas son síntomas de un modelo económico que debe ser revisado con urgencia. En sus palabras, el Papa insistió en que el desarrollo no puede ser enemigo de la dignidad ni de la naturaleza, y que los próximos 500 años deben fundarse en una ecología integral, donde la cultura, la economía y la espiritualidad se encuentren en armonía.
Y no faltó el mensaje social. Francisco llamó a las autoridades, a los líderes políticos, a las iglesias, a los jóvenes y a la ciudadanía toda a trabajar por una ciudad justa, con oportunidades para todos, especialmente para los más pobres, los marginados, los jóvenes sin empleo, las mujeres víctimas de violencia, los pueblos indígenas desplazados y las comunidades afrodescendientes aún excluidas de los espacios de decisión. Fue, en cierta forma, una exhortación a hacer de Santa Marta un ejemplo de reconciliación, de diálogo interétnico, de justicia territorial.
El mensaje del Papa no vino solo para mirar atrás. Vino también para inspirar. Porque si bien Santa Marta ha sido golpeada por múltiples crisis —desigualdad, falta de agua potable, corrupción institucional, narcotráfico, desplazamiento forzado, pobreza estructural—, también es un laboratorio vivo de resiliencia. En los barrios, en los colegios, en las plazas, en los grupos juveniles, en las comunidades ancestrales, hay una energía de cambio que no ha sido apagada. La juventud samaria está hablando fuerte, reclamando su lugar en la historia, organizándose políticamente, movilizándose por el medioambiente, por el arte, por la cultura, por el derecho a una vida digna. Y eso también forma parte de la herencia de estos 500 años.
Conmemorar un medio milenio no debería ser solo una postal turística ni una serie de actos protocolarios. Debería ser, sobre todo, un acto de reflexión nacional. ¿Qué ciudad queremos que sea Santa Marta en 2050? ¿En 2525? ¿Qué país seremos si no miramos con seriedad a nuestros territorios históricos, si no protegemos nuestra diversidad, si seguimos mirando al Caribe como una región secundaria?
El Papa, con la sencillez y fuerza que lo caracteriza, nos dejó esa pregunta sembrada. Su mensaje no se limitó a lo espiritual. Fue profundamente político, en el mejor sentido de la palabra. Fue un acto de diplomacia moral, de interpelación ética a las élites y también al pueblo. Porque la historia no se honra solo con monumentos, sino con actos concretos de justicia. Porque una ciudad que cumple 500 años no puede conformarse con sobrevivir: tiene el deber de renacer.
En estos días, mientras los eventos conmemorativos llenan las plazas y los medios, es importante que no olvidemos que este aniversario no es el fin de un camino. Es un punto de partida. La Santa Marta del siglo XXI no debe construirse solo desde los escritorios. Debe construirse desde la voz de sus comunidades, desde los saberes indígenas y afro, desde las universidades públicas, desde los colectivos juveniles, desde las escuelas, desde los pescadores y las lideresas barriales. Debe ser un proyecto colectivo, amplio, justo y profundamente samario.
Quizás por eso el mensaje papal caló tan hondo: porque no fue un regalo, sino un reto. No fue un aplauso vacío, sino una invitación a actuar. Y ese llamado no puede ser desoído por los gobiernos, ni por la ciudadanía, ni por quienes aspiran a representar el Caribe en los espacios de poder.
Santa Marta, 500 años después, aún está viva. Y no porque todo esté resuelto, sino porque su gente sigue creyendo. Porque aún hay tiempo para corregir. Porque hay generaciones enteras dispuestas a construir lo que el pasado no alcanzó. Porque la historia no se escribe sola: la escriben quienes se atreven a soñar con dignidad.