Cuando uno es joven y empieza a meterse de lleno en la política, lo primero que descubre es que los problemas no son solo cosas de los grandes líderes en Bogotá o en los palacios de gobierno de otros países. Los problemas, y sobre todo las soluciones, tienen que ver con la gente común, con las comunidades que están al borde de la frontera y que cada día sienten en carne propia lo que se decide en las altas esferas. Por eso quiero hablar de un tema que parece lejano para muchos jóvenes, pero que en realidad está más presente de lo que creemos: la tensión fronteriza entre Colombia y Perú por la isla Santa Rosa. Un conflicto que ya tiene historia, pero que ahora, en 2025, se convierte en una oportunidad para demostrar que nuestra generación puede pensar en soluciones diferentes, pacíficas y con visión de futuro.
El pasado 5 de agosto, el presidente Gustavo Petro denunció que Perú estaba “copando territorio colombiano” en la isla Santa Rosa, un punto estratégico en el río Amazonas. La respuesta del gobierno peruano no se hizo esperar, rechazando las acusaciones y afirmando que no había violación alguna. El resultado fue inmediato: la relación entre dos países hermanos entró en tensión y los titulares de prensa nos devolvieron a las viejas memorias de disputas limítrofes. Sin embargo, este tema no nació ayer. La frontera amazónica entre Colombia y Perú ya había sido delimitada en el Tratado Salomón-Lozano de 1922 y ratificada en el Protocolo de Río de Janeiro de 1934, después de guerras y conflictos que costaron vidas y marcaron generaciones. Aun así, lo que está en el papel no siempre coincide con la realidad de la vida diaria. Las comunidades indígenas y campesinas de esa zona han visto cómo la falta de presencia estatal, la informalidad en el control territorial y los intereses económicos —desde minería ilegal hasta narcotráfico— hacen que el límite sea difuso y que cualquier chispa pueda encender un fuego.
Algunos pensarán que este es un asunto de presidentes, cancilleres y generales, pero yo creo lo contrario: nos importa y mucho. Nos importa porque las decisiones sobre soberanía impactan directamente en las comunidades fronterizas, donde viven jóvenes que deberían tener oportunidades de educación, cultura y empleo, pero que muchas veces terminan atrapados en economías ilegales. Nos importa porque la forma en que se resuelva este conflicto marcará el tipo de país que queremos construir: uno que apuesta por la diplomacia y el diálogo o uno que vuelve a los fantasmas del pasado, cuando la guerra era la primera respuesta. Y nos importa porque nosotros, como juventud, tenemos la posibilidad de proponer nuevas narrativas: no solo hablar de límites, sino de integración, cooperación y proyectos comunes que beneficien a ambos lados.
Si vamos a la raíz, este conflicto no es solo sobre una isla. Es el reflejo de algo más profundo: la falta de integración real entre Colombia y Perú en la zona amazónica. La ausencia de Estado en muchos territorios deja un vacío que es aprovechado por grupos ilegales. La falta de inversión en infraestructura y servicios básicos crea desigualdad entre las comunidades. Y la historia de desconfianza entre ambos países, pese a ser naciones hermanas, sigue viva y resurge cada vez que aparece una disputa. Mientras esas raíces no se atiendan, siempre habrá espacio para la tensión.
Desde un espacio juvenil como el Consejo Municipal de Juventud no vamos a resolver de un plumazo los tratados internacionales, pero sí podemos aportar ideas frescas que inspiren al gobierno nacional y que pongan a la juventud como protagonista de la integración. Imaginemos foros binacionales juveniles en la frontera, donde jóvenes de Colombia y Perú se reúnan, conversen y diseñen proyectos conjuntos en torno al medio ambiente, la cultura, el deporte y el emprendimiento. Imaginemos convenios educativos que permitan a estudiantes de Leticia y de Iquitos acceder a becas binacionales y a programas académicos compartidos, de manera que crecer en la frontera no sea una desventaja sino una oportunidad. Imaginemos que jóvenes organizados impulsen proyectos de turismo ecológico que conviertan la frontera en un punto de atracción y no de división, protegiendo la Amazonía mientras generan empleo digno. Incluso podemos pensar en tecnología para la integración: una plataforma digital binacional donde emprendedores jóvenes de ambos países puedan intercambiar ideas, vender productos y ofrecer servicios, aprovechando la conectividad en lugar de las armas.
Ahora bien, también es necesario reconocer que estas propuestas no se pueden quedar solo en ideas bonitas. Deben tener respaldo político, financiamiento y voluntad de los gobiernos. Y ahí es donde entra el papel del presidente. No se trata de oposición ni de apoyo ciego. Se trata de aportar ideas que fortalezcan la gobernabilidad y que abran caminos nuevos. En este caso, el presidente Petro tiene la posibilidad de transformar un conflicto en una oportunidad histórica. Puede activar la diplomacia juvenil, incluyendo representantes jóvenes en las mesas de diálogo con Perú, mostrando que Colombia apuesta por la participación intergeneracional. Puede impulsar proyectos conjuntos en la Amazonía, de manera que en lugar de pelear por un pedazo de tierra se invierta en programas que beneficien a ambos pueblos. Y puede reforzar la soberanía desde la presencia social: más escuelas, hospitales y proyectos culturales en la frontera. Porque la soberanía no se defiende solo con uniformes, sino con ciudadanía plena.
Como joven que ama la política, estoy convencido de que nuestra generación puede cambiar la forma en que entendemos las fronteras. La tensión entre Colombia y Perú por la isla Santa Rosa no tiene que ser la repetición de la vieja historia de guerras y tratados. Puede ser el inicio de una nueva narrativa, donde la soberanía se defiende, sí, pero no solo con discursos duros, sino con proyectos creativos que unan a los pueblos. La verdadera frontera no está en el río, ni en la selva, ni en un mapa: está en nuestra mente cuando creemos que la solución es dividir en lugar de integrar.
No podemos olvidar que las juventudes ya hemos demostrado que somos capaces de liderar cambios. En las calles, en los barrios, en las universidades y ahora en los Consejos de Juventud, hemos puesto sobre la mesa la idea de que la política no debe ser solo lucha de poder, sino construcción colectiva. Este es un momento perfecto para demostrarlo: en lugar de quedarnos como espectadores, debemos levantar la voz y decir que queremos ser parte de la solución. Que cuando se hable de soberanía, también se hable de dignidad, de oportunidades y de futuro compartido.
Por eso propongo que este conflicto sea una excusa para fortalecer la participación juvenil en temas internacionales. Que no nos digan que eso es solo “cosa de grandes”. Somos nosotros quienes vamos a heredar estas fronteras, estos acuerdos y estas tensiones. Y justamente por eso tenemos derecho a opinar, a proponer y a participar. Si hoy convertimos la crisis con Perú en una oportunidad de cooperación juvenil, no solo defenderemos nuestra patria: también construiremos un futuro más justo para la región entera.
Estoy seguro de que, si el presidente Petro escucha este tipo de propuestas, verá que la diplomacia juvenil puede ser la mejor estrategia para defender nuestra patria y, al mismo tiempo, fortalecer la amistad con un país hermano como Perú. Porque al final, más allá de la política tradicional, lo que nuestra generación quiere es un país que dialogue, que respete y que transforme los conflictos en oportunidades para crecer juntos. Y esa, creo yo, debería ser la apuesta: convertir las fronteras en puentes, y que los muros sean cosa del pasado.