Colombia entra en la recta definitiva hacia las elecciones de 2026 con un tablero político agitado y, al mismo tiempo, incierto. El próximo 26 de octubre el Pacto Histórico realizará su primera consulta presidencial y legislativa, un hecho que marca un punto de inflexión: la izquierda llega organizada, mientras la derecha permanece huérfana de liderazgo y el centro insiste en sobrevivir con apuestas que no terminan de convencer.
El ingreso de Iván Cepeda y Daniel Quintero a la consulta del Pacto Histórico agitó la política nacional. Cepeda, símbolo de la memoria y de la lucha contra la impunidad —con la condena judicial de Álvaro Uribe como hito histórico—, se erige como referente ético y político.
Daniel Quintero, pese a los procesos que enfrenta, busca posicionarse como outsider con narrativa tecno política y discurso juvenil. A ellos se suma Gustavo Bolívar, quien en encuestas recientes alcanzó cerca del 12 % de intención de voto, convirtiéndose en la carta más visible del progresismo.
La izquierda, en suma, tiene un proceso interno definido y un relato cohesionador: justicia social, paz y garantías de seguridad con derechos.
El uribismo atraviesa su mayor crisis en dos décadas. La condena de Álvaro Uribe en primera instancia lo mantiene como actor visible, pero con su capital político deteriorado. La improvisación tras el asesinato del senador Miguel Uribe Turbay —con la postulación de su padre, Miguel Uribe Londoño, más emotiva que estratégica— muestra la precariedad del proyecto de derecha.
Ni María Fernanda Cabal ni Paloma Valencia logran encarnar un liderazgo nacional. Juan Carlos Pinzón suena en algunos sectores, pero carece de respaldo popular. El resultado: la derecha aún no tiene un candidato con proyección real hacia segunda vuelta.
El expresidente Álvaro Uribe Vélez fue durante dos décadas el gran elector de Colombia. Hoy es, paradójicamente, el mayor obstáculo para la propia derecha.
Su condena en primera instancia por fraude procesal y soborno de testigos lo ubica en un lugar inédito: un expresidente no solo cuestionado, sino judicialmente señalado como criminal. Aunque conserva una base leal, esa militancia es minoritaria, ruidosa pero incapaz de garantizar un triunfo nacional.
Uribe insiste en presentarse como víctima de persecución política, pero su discurso ya no convence a las mayorías. Su legado quedó marcado por los falsos positivos, los vínculos con el paramilitarismo y la corrupción institucionalizada. Hoy, más que un caudillo, es un símbolo de desgaste y de miedo al pasado.
El Centro Democrático lo sabe, pero no logra soltarlo. Sin Uribe no tienen identidad; con Uribe, no tienen futuro. Esa es la paradoja que mantiene a la derecha atrapada en su propio laberinto.
El autodenominado “centro” intenta reagruparse bajo el lema “¡Ahora Colombia!”, con Sergio Fajardo, sectores del Nuevo Liberalismo y el MIRA. Pero el lastre es evidente: la marca “tibia” persiste y Fajardo no logra romper con la percepción de indecisión.
A esto se suma la figura de Claudia López, que se mueve entre la crítica al uribismo, el ataque al presidente Petro y ocasionales gestos de apoyo al progresismo. Su oportunismo político la ha dejado sin ubicación clara: ya no es referente de centro, no es creíble para la izquierda y no es aceptada por la derecha.
El Nuevo Liberalismo, con Juan Manuel Galán, sigue siendo un actor testimonial: un partido de apellido histórico pero de resultados electorales marginales. Y en los extremos aparece Abelardo de la Espriella, abogado mediático convertido en aspirante político, más figura de espectáculo que opción real de poder.
Antes de la prohibición de publicar encuestas (julio–noviembre), Gustavo Bolívar lideraba con alrededor de 11–12 %, seguido de Vicky Dávila y Sergio Fajardo en empate técnico, mientras que María Fernanda Cabal y Miguel Uribe aparecían en un dígito. El Pacto, además, conserva un electorado fiel del 33–40 %, lo que lo pone en segunda vuelta de entrada. La derecha, en cambio, se dispersa entre candidaturas débiles y sin unificación clara.
Más allá de la polarización, los datos de percepción ciudadana (Invamer, junio) son claros: Seguridad y orden público: 36 % lo considera el principal problema del país, Corrupción y política: 22 % y Economía y costo de vida: 16 %.
El votante no busca arengas ni acusaciones, sino soluciones medibles: reducción de homicidios y extorsiones, alivio en tarifas de servicios, control efectivo de la corrupción. El electorado exige resultados que puedan verificarse con indicadores claros, no discursos.
La política colombiana enfrenta un reacomodo estructural. La izquierda del Pacto Histórico llega un paso adelante, organizada y con bases sólidas. La derecha se encuentra atrapada entre el ocaso de Uribe y la falta de un líder competitivo. El centro insiste en ser opción, pero con figuras desgastadas, oportunistas o marginales.
En este contexto, la elección de 2026 no será ganada por quien grite más fuerte, sino por quien traduzca la indignación en un contrato medible con la ciudadanía: seguridad con cifras, economía con alivios concretos, y anticorrupción con herramientas verificables. El resto es ruido.