La reciente decisión de la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI) de declarar la caducidad del contrato de concesión No. 003 de 2015 suscrito con la Sociedad Portuaria Las Américas S.A., es mucho más que un trámite administrativo. Es un símbolo del fracaso de un modelo empresarial que ha confundido poder con desarrollo, y privilegio con compromiso.
La ANI fue contundente: la concesionaria incumplió gravemente sus obligaciones contractuales, eludió reiteradamente la ejecución del plan de inversiones y, en más de diez años, no inició ni una sola obra del muelle en “T” de 187 metros, que debía convertirse en un nodo estratégico para el comercio exterior de Santa Marta. La sanción no fue menor: la entidad impuso un pago de USD $13,4 millones en perjuicios e inhabilitó a la Sociedad Portuaria por cinco años para contratar con el Estado.
El caso del Puerto Las Américas retrata, con crudeza, una vieja realidad del Magdalena: un empresariado que, a pesar de su poder económico, no ha logrado traducirlo en bienestar, empleo ni infraestructura productiva. Durante décadas, grupos empresariales como Daabon han ejercido una influencia determinante sobre el territorio, pero sin una visión integral de desarrollo local. Han preferido el control sobre la expansión, la cautela sobre la innovación, la reserva sobre la apertura.
El resultado está a la vista. Mientras Barranquilla consolidó un empresariado que lideró la modernización portuaria, la expansión logística y la atracción de inversión nacional e internacional, Santa Marta quedó atrapada en un modelo feudo-empresarial que frena su crecimiento. Barranquilla construyó una agenda de ciudad bajo una sinergia virtuosa entre el sector público y privado; Santa Marta, en cambio, ha padecido un empresariado temeroso de perder privilegios, pero incapaz de generar riqueza colectiva.
La caducidad del Puerto Las Américas no fue una jugada política del Gobierno Petro, como algunos intentan insinuar. Fue la consecuencia jurídica de un incumplimiento sostenido, demostrado con evidencias. Es el Estado actuando conforme a derecho, defendiendo el interés público frente a una empresa que no cumplió con el propósito de construir, operar y dinamizar un activo estratégico para el Caribe colombiano.
Y en esa decisión hay un mensaje claro: el país necesita un nuevo tipo de empresariado, uno que entienda que el desarrollo no se mide por los metros cuadrados de tierra que controla ni por los dividendos que reparte, sino por su capacidad de transformar el entorno, generar empleo digno y fortalecer la economía regional.
Santa Marta no puede seguir dependiendo de quienes miran la ciudad como una finca privada, ni de quienes usan la política solo para proteger intereses particulares. Se requiere un empresariado que invierta, que asuma riesgos, que innove y que crea en la ciudad. Uno que no tema competir ni asociarse con el Estado para impulsar grandes proyectos, sino que entienda que el verdadero poder está en crear oportunidades, no en administrarlas.
El episodio del Puerto Las Américas debe marcar un antes y un después. Si unos se van, otros vendrán, con nuevas formas de ver el desarrollo. Porque Santa Marta, con su ubicación estratégica, su historia y su potencial, está a un paso de serlo todo. Lo único que falta es que quienes tienen el capital, tengan también la visión.