El capitalismo ha conquistado no solo la economía mundial, sino también las almas. No se limita a regir los flujos de mercancías y capital; ha penetrado en lo más íntimo de la existencia humana, modelando nuestros deseos, nuestras emociones y nuestras formas de morir. En su última fase, el capitalismo ya no se contenta con administrar la vida: administra también la muerte.
Sigmund Freud, en su obra tardía, descubrió un principio inquietante: junto a las fuerzas de Eros —la vida, el amor, la creación— opera en cada ser humano una pulsión de muerte, Thanatos, una fuerza silenciosa que impulsa hacia la destrucción, la repetición, el retorno al estado inorgánico. En su momento, Freud reconoció esta pulsión como una amenaza latente en toda cultura, un peligro que debía ser contenido. Hoy, sin embargo, el capitalismo ha encontrado en la pulsión de muerte no un obstáculo, sino una aliada.
La sociedad contemporánea es testigo de esta alianza oscura. Ya no vivimos bajo un régimen de prohibiciones severas, como diagnosticaban los primeros teóricos de la modernidad. La represión tradicional ha sido sustituida por la autoexplotación voluntaria. Se nos invita a ser “emprendedores de nosotros mismos”, a “sacar el máximo potencial” de nuestras vidas, a “no desaprovechar ninguna oportunidad”. Así, bajo la apariencia de libertad, el sujeto moderno se convierte en su propio verdugo. Trabaja hasta el agotamiento, compite hasta la extenuación, se expone sin descanso al escrutinio social, y todo ello en nombre de un ideal inalcanzable de éxito y plenitud.
La paradoja es brutal: cuanto más libre se siente el individuo, más se somete. Cuanto más cree habitar el reino de la elección, más profundamente se hunde en los mandatos invisibles del rendimiento, la eficiencia y la visibilidad constante. La consecuencia de esta lógica no es la expansión vital, sino el colapso: depresiones, ansiedad, insomnio, suicidios, agotamiento crónico. En otras palabras: la pulsión de muerte, cuidadosamente administrada, se convierte en motor económico.
Byung-Chul Han ha descrito esta situación con precisión: el capitalismo no suprime la muerte, sino que la integra, la optimiza, la hace productiva. La muerte ya no es un acontecimiento puntual al final de la vida, sino un proceso continuo de desgaste, de erosión lenta. La muerte cotidiana se celebra como eficiencia, se aplaude como productividad, se normaliza como estilo de vida. No hay necesidad de verdugos externos: cada individuo se inmola voluntariamente en el altar del rendimiento.
Más aún, el capitalismo ha aprendido a disfrazar esta autodestrucción como progreso. Nos promete longevidad infinita, cuerpos perfectos, felicidad garantizada mediante la tecnología, la medicina o la inteligencia artificial. Pero bajo la superficie de estos sueños tecnológicos, late el mismo impulso de fondo: negar la finitud, erradicar la fragilidad, olvidar que toda vida lleva consigo el germen de su final. Y cuanto más se niega la muerte, más se la acelera. El colapso ecológico global, la extinción de especies, la destrucción de comunidades humanas enteras son manifestaciones a gran escala de una civilización que se resiste a aceptar su propia vulnerabilidad.
Frente a esta maquinaria autodestructiva, ¿qué resistencia es posible? La respuesta no pasa por una aceleración aún mayor de la técnica o del consumo, sino por una revolución silenciosa de la conciencia. Es necesario reconciliarse con la muerte, con el límite, con la lentitud. Aprender a habitar el mundo sin la compulsión de poseerlo todo. Recuperar la capacidad de contemplación, de aburrimiento, de pérdida. Solo una cultura que reconozca la muerte como parte intrínseca de la vida podrá liberarse de esta espiral suicida.
No se trata de glorificar la muerte, sino de devolverle su lugar legítimo en la existencia. Solo quien acepta la muerte puede vivir verdaderamente. Solo quien renuncia al mito de la invulnerabilidad puede construir un mundo habitable. En un tiempo donde el capitalismo organiza incluso nuestra forma de morir, resistir significa recordar que no somos máquinas ni cifras ni datos: somos seres finitos, frágiles y, precisamente por ello, infinitamente valiosos.
Es hora de detener la carrera frenética hacia el abismo. No para rendirse, sino para reencontrar la dignidad perdida de la vida.