La política de contenerización en Santa Marta, concebida inicialmente como un paso hacia la modernización del manejo de residuos sólidos, se ha convertido en un emblema de improvisación administrativa y fracaso en la implementación de políticas públicas. Introducida durante los gobiernos de Rafael Martínez y Virna Johnson, esta iniciativa prometía ser una solución estructural al problema de las basuras en la ciudad. Sin embargo, en la práctica, ha resultado en un retroceso evidente, plagado de insalubridad, inseguridad y abandono urbano.
El principal error de esta política fue su ejecución apresurada y carente de pedagogía. Instalar contenedores sin una adecuada sensibilización ciudadana sobre su uso fue una fórmula para el desastre. En lugar de educar a los samarios sobre la disposición correcta de los residuos, la separación en la fuente y el valor del reciclaje, las administraciones priorizaron la instalación de infraestructura sin acompañarla de un proceso educativo sostenible. Esto ha generado puntos críticos donde los desechos se acumulan fuera de los contenedores, convirtiéndolos en focos de olores fétidos, proliferación de plagas y riesgo sanitario.
Adicionalmente, estos contenedores, lejos de mejorar la calidad de vida, han deteriorado la percepción de seguridad en la ciudad. Áreas donde antes había relativa tranquilidad se han convertido en focos de actividades ilícitas, lo que pone de manifiesto un problema más profundo: la falta de una visión integral que considere los impactos colaterales de las decisiones políticas.
El panorama se agravó con la intervención de la Empresa de Servicios Públicos de Santa Marta (ESSMAR) y el cuestionado cambio de operador de aseo, de Interaseo a Atesa. Esta transición, lejos de solucionar los problemas existentes, añadió caos a un sistema ya colapsado. La ineficiencia en la recolección de basuras se disparó, dejando a la ciudad inmersa en una crisis ambiental y social. Es difícil no preguntarse si este cambio obedeció a intereses particulares más que a una genuina intención de mejorar el servicio.
Lo más preocupante es la falta de políticas efectivas que impulsen la separación en la fuente y fomenten el reciclaje. Santa Marta está anclada en un modelo de gestión de residuos obsoleto, incapaz de adaptarse a las demandas ambientales contemporáneas. Mientras otras ciudades en Colombia y el mundo avanzan hacia modelos sostenibles, aquí seguimos gestionando los residuos como si estuviéramos en el siglo pasado.
La administración actual, encabezada por Carlos Pinedo, ha demostrado una alarmante indiferencia frente a esta problemática. Su ausencia de liderazgo y propuestas concretas no solo agravan la crisis, sino que evidencian una desconexión con las necesidades reales de la ciudadanía. Las promesas de campaña sobre una ciudad limpia y organizada se desvanecen frente a la realidad de calles atestadas de basura y contenedores desbordados.
Resulta inevitable cuestionar los intereses detrás de esta política. Más allá de los discursos oficiales, el fracaso de la contenerización parece estar más relacionado con un negocio rentable para unos pocos que con una solución genuina al problema de las basuras. La adquisición e instalación de los contenedores, los contratos de recolección y las decisiones sobre los operadores de aseo son terrenos fértiles para la corrupción y el manejo opaco de recursos.
En este escenario, la ciudadanía es la gran damnificada. Los samarios enfrentan no solo las consecuencias visibles de la mala gestión, sino también el deterioro de su confianza en las instituciones. Santa Marta necesita más que parches: requiere una reestructuración profunda de su modelo de gestión de residuos, basada en la transparencia, la participación ciudadana y el compromiso con el medio ambiente.
La basura en Santa Marta no solo está en las calles, sino también en las prácticas políticas que anteponen intereses económicos a las soluciones sostenibles. Si no se toman medidas urgentes y estructurales, la ciudad seguirá hundiéndose en un ciclo vicioso de improvisación, corrupción y abandono. La contenerización, que alguna vez se planteó como una herramienta de modernización, se ha convertido en un monumento al fracaso administrativo. Es hora de que los responsables rindan cuentas y de que la ciudadanía exija un cambio real.