La sharía nuestra: La pestilencia aceptada.

De su boca brotaban bendiciones como si fueran propias. Hablaba de amor, de caridad, de orden. Citaba la Biblia con soltura, sobre todo los evangelios, mientras el camuflado militar y el fusil terciado le desmentían cada palabra. El arma colgaba de su hombro, llegaba a la cadera y, por pura inercia, apuntaba a veces al suelo y a veces a la gente. Sin distinción. Como su dueño.

Escucharlo daba gusto. Decía lo correcto. Sonaba justo, sabio, necesario. Un hombre de autoridad. Un prohombre. Alguien en quien confiar cuando el Estado ya no llegaba o llegaba tarde, torpe o de rodillas.

La ilusión duró poco.

A sus pies arrojaron a tres muchachos harapientos. El acusador era su vecino: campesino viejo, regordete, de bigote duro y mirada de ave rapaz, con un aire de aristocracia mal aprendida y un acento andino que no pedía permiso. Con ellos sostenía desde hacía años una disputa por una parcela heredada de sus abuelos. Eso se sabía. Pero no importaba.

Los acusó sin rodeos: dijo que habían abusado de su nieta. Una niña de un año. Testigo perfecta: muda para siempre, incapaz de confirmar o negar nada.

El comandante escuchó en silencio. El mismo que minutos antes repartía catecismo improvisado decidió cambiar de libro. Regresó al Antiguo Testamento. Al dios de la sangre, el castigo y el genocidio. No dio órdenes. No quiso intermediarios. Tomó el machete del propio acusador y, con una calma casi pedagógica, decapitó a los tres muchachos. No fue de un golpe. Fue como cortar, metódicamente, pan.

Nadie gritó.

La vereda entera aceptó la acusación como verdad y la sentencia como justicia. Todos. Hasta que, en el instante exacto en que la última cabeza se separó del cuerpo y antes de que tocara el suelo seco, un niño de diez años preguntó, con la lógica que solo conserva quien aún no aprende a obedecer:

—¿Pero alguien revisó a la niña?

La pregunta cayó peor que los cuerpos. Pero no importó. La autoridad no se discute. En esos rincones, al borde del paraíso verde y fértil, hacía tiempo que ni Ejército ni Policía significaban nada. Cuando no eran aliados cautivos del comandante, eran adornos prescindibles, bufones de verde oliva esperando su turno de desaparecer.

Y si alguna fuerza institucional intentaba intervenir, aparecía la otra horda: la de los “defensores de derechos humanos”, siempre puntuales para gritar abuso cuando el poder oficial pellizcaba al terror, pero mudos —o exquisitamente abstractos— cuando el terror cortaba cabezas. Entonces hablaban de contexto, de causas estructurales, de territorio, casi como si al resto nos tocara pedir perdón por existir. Diseccionaban la barbarie con precisión académica, fría, casi elegante; aprendieron a vivir del caos como objeto de análisis.

La niña nunca fue examinada.

Los muertos no reclamaron.

El comandante siguió predicando.

El Estado no llegó.

El criminal gobernó.

Los defensores de derechos humanos, acostumbrados a vivir de la carroña social, explicaron.

Y la comunidad, agradecida, aprendió a llamar orden a la peste.

Scroll al inicio