Quemaron el quiosco

Facundo se sentó en aquel asiento de madera y cuero de vaca que tanto le gustaba. Recostó la parte superior del taburete en la enorme viga de cañahuate y, tomándose un tinto cerrero, quedó sentado como evitando una brutal caída, pero sostenido eternamente con la seguridad del madero. Me pareció que así le gustaba sentarse a las gentes de estos pueblos polvorientos, henchidos de guachafita y taciturnos del Caribe.

Todo en un solo pedazo de tierra, donde la única constante y posibilidad de comprender sus vivires era entender que la vida y sus avatares se representaban mejor como un interminable apareamiento de culebras, donde cada serpiente se apareaba con otras de forma infinita. Entre ese universo de lodo, polvo desértico, viento seco, agua salada y serranías, se construía, en la contradicción incesante, la realidad a la que estaba acostumbrado Facundo y de la cual no pensaba, ni en lo más recóndito de su ser, salir. Nunca la consideró una cárcel, un atraso a sus ambiciones y menos una vergüenza ante su pigmea pretensión de crear una visión cosmopolita del mundo más allá de Punta Gallinas. Al contrario, consideraba que los recursos de sus vivencias, allá en las profundidades del Valle de Upar, le servirían para desenmascarar los cantos de sirenas de aquellos que llegaron con el adorno de las palabras y los discursos de igualdad, pero detrás traían los cañones, las purgas, la desaparición y, sobre todo, el falseamiento de toda la historia de sus vidas para, en su lugar, implantar un relato donde lo abiertamente indigno se convertía en el dogma a seguir.

Facundo tomó un sorbo de aquel tinto que estaba hirviendo y que le gustaba endulzar con panela y aromatizar con clavitos. Frunció más la línea que le cruzaba la frente metálica y, mirando a la cara a todos los que estaban en el quiosco de paja, empezó diciendo con su voz, a la cual le acompañaba un acento entre costeño y andino según el momento y lo que narraba:

“Pensábamos erróneamente que esto solo le pasaría a las grandes ciudades y que los embates de la maldad jamás llegarían a los pueblos más escondidos de nuestro país. Pero aquí estamos: siete caballeros y siete damas, acorralados por las fuerzas del alma extranjera, pero de brazos y armas nativas, que nos ven como una amenaza a extirpar. No porque nos consideren con la capacidad de derrocar al gran señor que todo lo ve, lo oye y lo demanda desde Cundinamarca, sino porque al negarnos a aprender todo de nuevo, somos un mal ejemplo que, de seguir con vida, puede contagiar la cura desde el dedo meñique del pie a todo este cuerpo carcomido por la mentira y el ruido.”

En ese momento, sopló un viento más seco de lo habitual, dejando en su cola final un silencio estruendoso que permitió oír con claridad y alarmante cercanía las botas que ya habían barrido el cerro de La Paz y que, en un movimiento de tenaza desde los flancos y de avalancha desde arriba, anunciaban que aquellos catorce rebeldes pasivos iban dentro de poco a desaparecer. Serían vaporizados, tal como sucedía en la Inglaterra de 1984, donde no importaba si se tomaba un arma y se buscaba asesinar al Gran Hermano. Bastaba simplemente una expresión sutil de desagrado para ser borrado de los archivos y registros de la nación, documental y físicamente.

Facundo dejó que todos escucharan el rechinar de las botas, el pisar y la ternura de los pastores alemanes cruzados con los feroces cunaguaros del Guárico venezolano. Por eso no ladraban: ronroneaban como gatitos, pero despedazaban como chulavitas o elenos. También se oía con claridad las bocinas que anunciaban derechos iguales para todos, insultando a los aliados internos del imperialismo y a la maldad de las naciones de Argentina y El Salvador, últimas fortalezas de la libertad en el continente. Los Estados Unidos ya habían sucumbido al lloriqueo y la denuncia incesante de aquellos que frenaron el ímpetu de las fuerzas demócratas e impusieron un pluralismo exacerbado en los momentos menos idóneos. Con ello, los democrateros destruyeron a todos los de espíritu liberal tanto en el partido de los burros como en el de los elefantes, impusieron una moralidad absurda para destruir las libertades y se amangualaron con quienes hablaban bonito a los más pobres, pero que los reproducían por millones y los mantenían en esa ignominia. En el atormentante escándalo de los megáfonos, se escuchaba al inicio, en el medio y al final: “Hasta la victoria siempre.”

Facundo sabía con certeza que él y sus trece compañeros serían devorados en minutos por aquellos perros ronroneantes, y sus huesos, aún con carne pegada y trozos de entrañas, serían arrojados en la siniestra cueva donde, al inicio del segundo cuarto del siglo XIX, siete prófugos del gobierno republicano, encabezados por Luis Vargas Tejada, se esconderían para salvarse del exterminio de todo aquel que algo, poco o nada tuvo que ver con la noche septembrina. Los vecinos y amigos de la provincia que los escondieron también los  asesinaron con un veneno que les hacía brillar los huesos, para evitar problemas con el gobierno de Bogotá. Pues bien, ya no serían siete los residentes de la caverna: en breve serían veintiuno, conformando con ellos una sociedad de pedazos humanos donde ahí sí, en la muerte, todos eran iguales.

El quiosco fue quemado y el asiento derretido. El tinto fue derramado y el pocillo de peltre pisoteado. La cara, con retazos rotos de Facundo, fue separada de sus huesos. Aún ensangrentada, la hicieron imprimir con fuerza sobre un sudario. La figura de aquel rostro con huecos se impregnó en miles de afiches, eslóganes y panfletos. El régimen había implantado a su nuevo enemigo interno, y lo nombraron: “Facundo, la imagen de la barbarie frente a la civilización.”

De aquella terrible escena solo escapó el testigo, logró escabullirse como transfigurándose por los matorrales, traspasando piedras, arboles de caucho, pringamozas, atravesó el rio mocho y finalmente llegó a la caverna, en donde los veintiuno lo esperaban para reclamarle, y viendo al alma de Facundo a la cara que no tenía,  en su mal español y con un aire glacial de octubre de 1917, sollozó “fueron diez minutos que acabaron con la humanidad”.

John Reed pasaría eternamente como un testigo que miró sin ver…

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