Tras la disolución de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín, el mundo presenció un cambio en el equilibrio de poder internacional. Esta transición marcó el fin de una era bipolar y dio inicio a una era en la que predominó un modelo político y económico orientado por los principios y prácticas occidentales. Este período fue caracterizado por la expansión de la democracia y los mercados libres, bajo la influencia considerable de Estados Unidos. Al principio de esta era, Francis Fukuyama sugestivamente la denominó como «el fin de la historia», aludiendo a la culminación de la lucha ideológica global con la victoria del modelo occidental.
No obstante, este triunfalismo se ha desafiado en las últimas décadas. A pesar de que la confrontación directa entre superpotencias, evitada durante la Guerra Fría por el temor mutuo al armamento nuclear, no se ha materializado, se siguen presentando conflictos, invasiones y otras formas de puja por poder geopolítico. Particularmente, la invasión rusa a Ucrania ha aumentado la preocupación por el posible uso del armamento nuclear, no como un vestigio del pasado, sino como una amenaza latente en un escenario internacional cada vez más volátil.
Enfrentamos un periodo donde el desafío principal no proviene de la confrontación ideológica entre el capitalismo y comunismo, sino de la erosión interna del modelo liberal. El mundo occidental, cuna de la democracia y el liberalismo, se halla en una encrucijada. Nos debatimos nuestra propia naturaleza y futuro en un contexto en el que las certezas del pasado ya no ofrecen respuestas a los problemas actuales. La crisis del liberalismo no se limita a la economía; afecta los cimientos mismos de la democracia y de las libertades individuales.
La amenaza contemporánea no se personifica en un rival ideológico concreto, sino en la creciente atracción por modelos autoritarios que prometen estabilidad y orden a costa de la participación ciudadana y la libertad individual. La autocracia, la restricción en la participación democrática, la limitación al acceso a servicios públicos y la concentración del poder emergen como alternativas en tiempos de incertidumbre.
Occidente debe reafirmar su compromiso con los valores que ha promovido y defendido, reconociendo las fallas internas del liberalismo. La desigualdad a la que nos condujeron las decisiones de hace treinta años es insostenible e inaceptable. La respuesta occidental debe centrarse en el bienestar democrático de los ciudadanos y la creación de oportunidades de crecimiento económico y personal. Lo contrario implica la posible acogida del autoritarismo, y de sus líderes, como oferta seudodemocrática para, supuestamente, disminuir las carencias económicas.