En el mundo, más del 70% de las personas padecen algún tipo malestar en su salud mental (Naciones Unidas, 2020); en el caso colombiano, el Ministerio de salud y protección social en el año 2015 encontró que al menos el 50% de los jóvenes encuestados padecían ansiedad y de acuerdo con el DANE, desde el año 2013, la tasa de mortalidad por lesiones auto infligidas por cada 100.000 habitantes ha ido en aumento, afectando principalmente a los hombres. En el año 2020, la pandemia por Covid – 19 no solo cambió la manera de relacionarnos con las personas, sino también con la muerte, el dolor y el miedo. Se recrudecieron los problemas de salud mental por los temores asociados a un virus desconocido, la violencia intrafamiliar exacerbada, la pobreza y las condiciones extremas a las que todos y todas nos vimos expuestos.
No obstante, no es mi objetivo llenarlos de estadísticas. Con lo anterior, solo quiero brindarles un poco del contexto que tenemos en la materia. En esta ocasión, deseo hablar sobre la experiencia de transitar el dolor en medio del silencio en una sociedad que de manera lenta va abriéndose a hablar de lo que nos duele. Lo haré, desde mi experiencia con un cuadro depresivo recurrente que tenía una evolución de más de 10 años, asociado a un duelo inconcluso y a un estado constante de negación que yo sentía que me ayudaba a sobrevivir de la desesperanza. La primera vez que pensé en el suicidio fue a finales de 2018, una idea detonada por un momento difícil de mi vida profesional. Mi red de apoyo (familia y amigos) fue fundamental y su respaldo me impulsó a formar mi propia familia, aceptar retos profesionales y a seguir en busca de lo que había soñado.
Sin embargo, todo este tiempo tratando de racionalizar mi dolor, leyendo en redes sociales, teniendo miedo de no ser estigmatizada y viendo como la sociedad ha minimizado estas circunstancias, luego de retomar la ayuda necesaria comprendí las razones por las que nadie habla de la culpa que sentimos las personas que vivimos con ese tipo de tristeza profunda, cuando algo por fin nos saca una sonrisa. Tampoco, del miedo que nos produce seguir adelante porque eso implica “dejar atrás” aquello que nos duele, pero a lo que estamos aferrados. Menos, de las ganas que tenemos de no sentirnos así y por supuesto, de la lucha constante que representa para nosotros permanecer y continuar.
Soltar, reinventarse y ser resilientes son palabras que constantemente escuchamos y vemos en redes sociales, mientras pensamos: “como si fuera tan fácil” y “como si eso no doliera”. Porque sí, sanar duele y más cuando lo que nos afecta va más allá de algo que “simplemente ya no está”. Quien ha perdido a un ser querido, sabe que no se supera con la facilidad con la que se olvida aquella taza que se rompe y era tu favorita. Es un proceso en el que transitamos por mucho tiempo con dolor y en silencio, por el miedo a que nos juzguen, que no nos entiendan o que minimicen lo que estamos experimentando.
Desde el año 2003, la Organización Mundial de la Salud y la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio promueven el 10 de septiembre como el día para hacer conciencia al respecto. Septiembre Amarillo, abre cada año la oportunidad y los espacios institucionales y colectivos para sensibilizar, brindar herramientas y cooperar en la prevención del suicidio.
Hoy, me animo a presentarles esta columna no solo para contribuir a generar conciencia, sino también para agradecer a todas las personas que han puesto sus hombros, me han dado oportunidades, me han ofrecido su ayuda profesional o me han llevado a buscarla, me han acompañado en silencio y han confiado en mi capacidad para reconocer que a pesar de que a veces siento que estoy hecha de dolor, soy también portadora de una gran esperanza.
No estamos solos.