EL ESTUDIANTE ETERNO

Hace años decidí ser un estudiante eterno. Luego, la “crítica” sobre mi tiempo en la Universidad del Magdalena para mí es más bien irrisoria. Decidí estudiar a profundidad la vida humana: conocer los vericuetos de las funciones político administrativas, explorar motivaciones para ser-hacer, observar el relacionamiento humano-naturaleza y finalmente el protagonismo de las oralidades como catalizadoras de acciones en un territorio (el caribe colombiano) donde hablar independientemente ha sido estigmatizado y aún más si se abordan temáticas que superan las limitaciones cognitivas de los actores violentos que se creen árbitros del decir.

Tales son los retos que me he impuesto. Soy consciente de que el cumplimiento a cabalidad de estos me llevará toda una vida. Por eso decidí ser un estudiante eterno, algo que va más allá de cuántos semestres cursé en una institución de educación superior. Porque el ejercicio de estudio va más allá de lo simplemente académico; el estudio es una tarea de pasión, de amor, y quienes han amado con intensidad sabrán que es tarea de 24/7. En ese marco, debo decir que amo el saber, que mi corazón y mente se ensanchan cada que alguna persona en su gentileza decide compartir conmigo una idea, un concepto, una frase. El amor por el conocimiento supone un ejercicio vocacional desde el cual se siembran potencialidades conceptuales que en su florecer arrojan flores explicativas de la vida. Además, estoy convencido que el saber es el primer bien material que humanamente debemos aprender a compartir: socializar el conocimiento es un acto de liberación. Y finalmente mi lucha por estudiar es una lucha por liberarme de las cadenas del desconocimiento, de la ignorancia.

Alguna vez charlé con un amigo abogado sobre el “derecho a equivocarnos”; si bien convine con él que teníamos tal derecho, es menester explicitar que el “derecho a tener razón” es quizá más complicado de adquirirlo, pues requiere de un ejercicio concienzudo de estudio, es decir, tiempo de dedicación para ejercitar el gran músculo que es el cerebro, para direccionarlo a los campos de la luz y el razonamiento lógico. Es fácil equivocarnos, pero ¡Qué difícil es tener razón! Por eso no juzgo a quienes me estigmatizan debido a mis años de estudio de antropología. No saben cuáles han sido las vicisitudes de mi vida, y en ese sentido tienen derecho a equivocarse, pero debo hacerles un llamado franco: busquen la razón. No se afinquen en el error. Analicen mis resultados profesionales, crúcenlos con la realidad socioeconómica del Magdalena y verán que esta fase de mi vida es el resultado de la realidad simbólico-material que me ha atravesado. Soy exigente, sí; la vida me ha exigido pensar y actuar con claridad. Mi invitación es a que se comprometan y se exijan con ser estudiantes eternos, más allá de temporalidades universitarias, pues entrometerse en lo desconocido puede terminar por dejarles como falaces, cuando asumo con rigor que la intención es debatir con argumentos.

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