El precio incierto de una paz sin reglas

La paz es un anhelo legítimo, necesario y urgente. Nadie en su sano juicio podría oponerse a la búsqueda de una solución definitiva al conflicto armado, ni mucho menos a cerrar el ciclo de violencias que aún atormenta nuestras regiones. Pero cuando esa búsqueda se abandona a la improvisación, a la ambigüedad o a los gestos simbólicos desprovistos de rigor institucional, el mensaje que se envía a la sociedad no es el de la reconciliación, sino el de la confusión, el descrédito y el debilitamiento del Estado de derecho.

Recientemente vimos al presidente de la República justificar la presencia de delincuentes (ese es el término legal)  condenados en una tarima pública, afirmando que no se trata de criminales, sino de personas en rehabilitación. Más allá de lo polémico de la frase, lo preocupante es el fondo: se trata de una narrativa en la que los fines parecen justificar cualquier medio, y en la que el poder del Estado se relativiza en nombre de una idea abstracta de paz.

Algo similar ocurre en la Sierra Nevada de Santa Marta, donde el grupo armado autodenominado Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada (ACSN) espera, entre actos públicos y comunicados, que el Gobierno Nacional inicie formalmente un proceso de “diálogos sociojurídicos”. Un término ambiguo, sin sustento legal ni marco claro. Mientras tanto, ese grupo continúa ejerciendo control territorial y regulando comunidades. ¿Se trata de un proceso de sometimiento a la justicia? ¿De una negociación política? Nadie lo sabe con certeza. Y esa incertidumbre es, en sí misma, un riesgo.

Las formas sí importan. No como un simple formalismo, sino como el canal legítimo que permite transformar el poder en autoridad. El Estado de Derecho, la democracia, la justicia y la legalidad no pueden ser sacrificadas en el altar del pragmatismo político. Porque si la búsqueda de la paz no se enmarca en procedimientos claros, con verificación institucional, respeto por las víctimas y garantías de verdad y no repetición, lo que se construye no es una paz duradera, sino una falsa tregua con estructuras criminales que solo cambian de nombre, pero no de propósito.

Colombia no necesita gestos simbólicos vacíos ni negociaciones oscuras. Necesita una política de sometimiento seria, que distinga claramente entre los actores armados con vocación política y las estructuras delincuenciales que lucran del miedo y la ilegalidad. Necesita un Estado que recupere el control del territorio no solo con presencia militar, sino con desarrollo sostenible, inversión social, justicia cercana y liderazgo ético.

La paz no puede seguir siendo un relato para justificar atajos institucionales y conveniencias politiqueras. Porque cuando se pierde el norte de la legalidad, también se diluye la esperanza de una paz verdadera. Y cuando eso ocurre, los únicos que ganan son los que siempre han vivido del caos.

Es preciso entender que los falsos discursos, la vieja demagogia, dilatan las verdaderas soluciones bajo la diatriba que polariza, descalifica al que no piense igual y confronta ante una narrativa que no conduce a la verdad que el país realmente necesita.

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