La muerte de Miguel Uribe no es culpa de la polarización.

La muerte de Miguel Uribe marcó un punto de inflexión en la realidad del país. Es un aviso irrestricto de que hemos regresado a un estado de zozobra generalizada; a la percepción de que todos tienen el control, menos las fuerzas del poder público; a la sensación de que en cualquier esquina podemos volar en pedazos por una bomba; a la certeza de que volverán los secuestros masivos de políticos, policías, militares y civiles; a que los descuartizamientos se harán más recurrentes, y que en las campañas electorales, quienes marcarán el rumbo de los votos serán los grupos armados que controlan los territorios. Estamos condenados a repetir la misma historia una y otra vez.

Las escenas descritas no son nuevas: las vivieron nuestros bisabuelos, abuelos y padres. Quienes nacimos a finales de los 80 y principios de los 90, recordamos los magnicidios de:

  • Jaime Pardo Leal – 11 de octubre de 1987 – Unión Patriótica (UP)
  • Luis Carlos Galán Sarmiento – 18 de agosto de 1989 – Partido Liberal
  • Bernardo Jaramillo Ossa – 22 de marzo de 1990 – Unión Patriótica (UP)
  • Carlos Pizarro Leongómez – 26 de abril de 1990 – Alianza Democrática M-19
  • Álvaro Gómez Hurtado – 2 de noviembre de 1995 – Partido Conservador Colombiano (excandidato)

Incluyendo a Miguel Uribe Turbay, nada apunta a que el asesinato de estos líderes haya sido obra de un “lobo solitario” —como llaman en otros países a personas que, impulsadas por motivos personales o instigadas sin remuneración, deciden acabar con la vida de otro—. En Europa, por ejemplo, vimos casos de radicales islámicos, otrora ciudadanos comunes, que, movidos por la propaganda de Estado Islámico u otros grupos extremistas, acuchillaban transeúntes, atropellaban multitudes o atacaban medios de comunicación, como ocurrió en 2015 contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo. O en Estados Unidos, donde desequilibrados mentales abren fuego en colegios y centros comerciales.

En Colombia, la historia es distinta: todos esos crímenes han tenido motivaciones políticas, con vínculos evidentes a poderosos carteles de drogas, grupos armados de izquierda y derecha, e incluso la participación de agentes del Estado aliados con políticos consumados. Nunca se ha podido decir, por ejemplo, que el joven que asesinó a Carlos Pizarro lo hizo por indignación personal frente a sus ideas, ni por influencia de detractores ideológicos. No: fue reclutado por el paramilitarismo, coadyuvado por agentes estatales, le pagaron y lo enviaron a cumplir un objetivo político claro. Seguramente, ese joven jamás había visto un noticiero ni leído un periódico.

El patrón se repite.

Entonces, ¿por qué el establecimiento mediático —conformado por grandes cadenas noticiosas— y la clase política de izquierda y derecha insisten en hacernos creer que la muerte de Miguel Uribe es culpa de la polarización y de los discursos altisonantes?

1. La dictadura de las formas. Pretenden imponernos la idea de que lo importante es “cuidar las formas”, aunque eso nos despoje de la claridad para señalar sin dudas a los responsables políticos y económicos de los problemas que nos aquejan.

2. Desviar el foco. El verdadero problema es la permisividad con que han coexistido Estados paralelos al Estado colombiano. Grupos narcoterroristas, de izquierda y derecha, que controlan territorios, ejercen gobernanza sobre pobladores, y que —en no pocas ocasiones— responden con más eficacia que las instituciones formales a las necesidades de las comunidades. Ese poder, tolerado por nuestros gobiernos, es el combustible perfecto para que esas estructuras escalen su guerra contra la legalidad. Ya volvieron a asesinar candidatos; mañana podrían ir por periodistas, destruir edificios institucionales o derribar aviones comerciales.
¿Y por qué desviar el foco? Una razón inquietante: sus redes de influencia podrían haber alcanzado nuevamente las más altas esferas de la sociedad colombiana, asociándose con conglomerados económicos y financiando campañas políticas. Además, mantienen cuotas burocráticas en mandos medios y altos del Estado.

3. El miedo. No hay rincón del país que no esté bajo control de algún grupo delincuencial: combos urbanos, organizaciones armadas, bandas criminales. El Estado ha perdido la batalla en vastas zonas, y si pudieron matar a alguien con la trayectoria de Miguel Uribe, será mucho más fácil eliminar a líderes sociales, periodistas, empresarios, candidatos regionales o cualquier ciudadano que se les oponga.

Sea cual sea la razón por la cual quieren imponernos la narrativa de que la muerte de Miguel Uribe se debe a la polarización y al exceso verbal, no podemos aceptarla. Esa visión light solo sirve para esconder las verdaderas causas de nuestra crisis de seguridad: hemos perdido —o peor aún, entregado— la soberanía de la nación. Y no es exageración decir, con pruebas y sin dudas, que gran parte de nuestro Congreso ha sido financiado por guerrillas, nuevos paramilitares o narcotraficantes. Torcer la verdad sobre lo ocurrido, en este contexto, es funcional a los intereses del propio Estado que debería protegernos.

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