¿A quién engañas, abuelo? ¿Por qué estás llorando? Ese es el llanto inconmensurable de una memoria histórica acumulada en los textos redactados por los columnistas de antaño. Hoy, esa memoria transpira, como si fuese ayer, con la tinta aún fresca que, impresa en papel, relataba de forma narrativa y periodística los sucesos que marcaron con sangre la vida cotidiana de nuestra Nación.
El período de la violencia, las guerras verdes, y las décadas de la muerte (los años 80 y 90), nos dejaron las pérdidas trágicas de Luis Carlos Galán, Álvaro Gómez, Bernardo Jaramillo, Jaime Pardo Leal, Rodrigo Lara, Manuel Cepeda, entre otros. Fueron eventos que no solo entristecieron a la República, sino que nos alertaron de un patrón que, como lo evidencian los hechos de esta última semana, parece no haber terminado. Hoy los eventos son los mismos, pero camuflados: ya no es la lucha ideológica armada la que domina el discurso, sino una mezcla de narrativas cargadas de terrorismo simbólico, que azota los espacios públicos de expresión política. Espacios que, por derecho constitucional, pertenecen tanto a nuestros dirigentes como al pueblo.
Tal vez como jóvenes no veamos esto como algo preocupante. Muchos dirán que es paranoia heredada, una enfermedad postraumática inoculada por los medios de comunicación. Pero no: es todo lo contrario. Lo que nuestros padres y abuelos relatan es el eco de una historia que se ha querido romantizar. Y la pornografía de esa romantización es tan cruda, que ignorarla o transformarla en motor de cambio se convierte, desde mi punto de vista, en un delito político, moral y ético.
Por eso hoy hago un llamado. Un llamado a todos los ciudadanos del pueblo colombiano a realizar un examen de conciencia histórica, una investigación despolitizada y una argumentación ética. El único camino sensato que vislumbro para enfrentar esta carnicería intelectual disfrazada de revolución es la Unidad Nacional.
Recordemos el 9 de abril. Recordemos la intervención de Roberto Gerlein Echeverría en el Congreso, cuando expresó que mientras la metralla sonaba en la Plaza de Bolívar, los jefes liberales más calificados lograron entenderse con Ospina para enfrentar un enemigo común: el desorden institucional.
Hoy no importa la ideología. Aquí, la única consigna que debe guiarnos es ser demócratas, y por encima de todo, amigos de la República. Porque la dignidad del pueblo reside en su capacidad de hacerse preguntas, de examinarse, y de corregir. Solo así se construye el verdadero progreso.