Neoliberalismo y su violencia sin rostro

Por mucho tiempo, la violencia fue pensada en términos de sangre, golpes, guerra y represión. Era visible, palpable, medible. Sus víctimas y victimarios podían señalarse con el dedo. Pero en el siglo XXI, como advierte Byung-Chul Han en Topología de la violencia, hemos entrado en una fase mucho más compleja: una era donde la violencia se oculta tras la apariencia de libertad, productividad y éxito. Hoy, no necesitamos capataces con látigos. Nosotros mismos nos latigamos con metas, expectativas y una obsesión neurótica por el rendimiento.

Han, con la precisión quirúrgica que caracteriza su filosofía, no denuncia simplemente la violencia física. Su objetivo es mucho más ambicioso: cartografiar —de ahí el uso del término “topología”— las nuevas formas que adopta la violencia en nuestra sociedad tardomoderna. En este nuevo paisaje, la violencia no desaparece, sino que se transforma. Se hace difusa, inmaterial, autoimpuesta. Y, precisamente por eso, se vuelve más peligrosa.

Vivimos en la era del “sí puedo”, del coaching motivacional, de las redes sociales que nos exigen mostrar vidas perfectas, cuerpos perfectos, emociones perfectas. Han llama a esto violencia positiva, porque no nos dice “no puedes”, sino “debes poder”. Ya no nos obligan a trabajar; ahora se nos seduce con discursos de realización personal. No se nos reprime; se nos invita a “superarnos”. Y sin embargo, los síntomas están por todas partes: ansiedad, insomnio, depresión, burnout. El sujeto contemporáneo está cansado, no por falta de opciones, sino por exceso de ellas. La libertad se ha vuelto una carga.

Esta violencia, aunque silenciosa, produce víctimas reales. Las estadísticas de salud mental lo confirman. En un mundo que exalta la hiperconectividad, la competencia permanente y el emprendimiento como forma de vida, cada vez más personas se sienten solas, insuficientes, fracasadas. ¿Cómo se combate una violencia que no proviene de un opresor externo, sino de uno mismo? ¿Cómo resistirse a un sistema que ha logrado que las personas interioricen su propia explotación como si fuera autodeterminación?

El aporte de Han es, en este sentido, crucial. Nos invita a abrir los ojos ante lo que no se ve, a sospechar de aquello que se presenta como libertad total. En lugar de pensar la violencia solo como algo que viene de afuera —la dictadura, la censura, el abuso policial—, debemos entender que la violencia puede ser también estructural, cultural, incluso emocional. Y muchas veces, más que un acto, es una condición: una forma de vivir.

Pero esta mirada también plantea desafíos. Si todos somos, a la vez, víctimas y verdugos de esta violencia posmoderna, ¿cómo se sale del círculo? ¿Cómo recuperar una noción de libertad que no esté contaminada por la lógica del rendimiento? ¿Cómo imaginar una vida que no esté regida por la eficiencia y la competencia? Aquí, quizás, la filosofía de Han no ofrece respuestas cerradas, pero sí una advertencia urgente: la violencia del presente no grita; susurra. Y ese susurro, si no aprendemos a escucharlo, puede volverse ensordecedor.

En tiempos donde se habla tanto de paz, inclusión y bienestar, es más necesario que nunca cuestionar las estructuras que sostienen nuestras rutinas, nuestros valores y nuestras aspiraciones. Topología de la violencia no es un diagnóstico apocalíptico, sino un llamado a pensar. Pensar, en el sentido más radical: repensar el mundo que habitamos y, sobre todo, el modo en que nos habitamos a nosotros mismos.

Scroll al inicio