Santa Marta: La ciudad origen que se quedó en el pasado

Santa Marta, la ciudad de los 500 años, o “la ciudad origen”, como ha sido bautizada en la reciente campaña conmemorativa, es también —y paradójicamente— una ciudad que parece haberse quedado detenida en el tiempo. Es la ciudad más antigua de América continental, pero también la más rezagada entre las tres principales del Caribe colombiano, junto a Barranquilla y Cartagena.

A pesar de su riqueza natural, su ubicación privilegiada, y su potencial como destino turístico de talla internacional, Santa Marta aún no logra consolidarse como una ciudad moderna. Cuenta con mar, arena y playa, con una historia invaluable y una identidad cultural única. Sin embargo, también es una ciudad donde el tren existe, pero el tranvía nunca llegó. Y en el ocaso del sistema ferroviario nacional, no se tiene ni lo uno ni lo otro.

Su aeropuerto, recientemente remodelado, sigue siendo insuficiente para las necesidades de una ciudad que aspira a ser protagonista del turismo internacional. Pequeño, limitado y, desde su concepción, mal dimensionado. A esto se suman los trabajos viales en curso, que dificultan el acceso al terminal y fomentan una práctica común: los conductores prefieren estacionarse por largos periodos en las vías cercanas antes que pagar un parqueadero. La cultura del “todo vale” parece estar más vigente que nunca, y las autoridades, en su inacción, solo atestiguan el desorden sin intervenir.

Santa Marta se rige por la ley del más vivo. En los últimos doce años, poco ha cambiado en su estructura social o administrativa. Solo han cambiado los nombres. Hoy, los nuevos poderosos —algunos de ellos con aspiraciones nacionales— lucen el color naranja como insignia, y desde allí han trasladado sus ambiciones a la gobernación del Magdalena. La ciudad regresó a manos conocidas, pero el libreto continúa siendo el mismo. Se cambió la escenografía, pasamos del naranja chillón a los colores institucionales, y ese parece ser el mayor logro en materia de gestión pública.

Mientras tanto, el alcalde construye su mansión en las faldas de los cerros de El Rodadero, símbolo de una élite emergente que sigue alimentándose del poder, mientras la ciudad sigue estancada.

Santa Marta carece de la madera necesaria para un verdadero cambio cultural. Cada nuevo líder parece repetir los mismos errores, profundizando el atraso y la apatía ciudadana. Hoy, a las puertas de una celebración histórica por sus cinco siglos de existencia, lo único visible de dicha conmemoración son algunas camisetas conmemorativas. Un gesto simbólico, sí, pero insuficiente para una ciudad con tanta historia y tan poco presente.

Santa Marta se ha quedado pequeña ante la mirada indiferente de sus propios habitantes. Una ciudad donde pagar un parqueadero de $2.200 parece un sacrificio, mientras la ilegalidad y el desorden se normalizan. Y es ahí donde radica el problema: en una cultura permisiva, en una ciudadanía resignada, y en una clase política que ofrece soluciones a los problemas que ellos mismos crearon. Políticos que rompen las piernas y luego venden las muletas, presentándose como salvadores.

Santa Marta no necesita más promesas ni más eslóganes. Necesita líderes con visión, ciudadanos comprometidos y una transformación estructural que vaya más allá de los colores de campaña. Porque todo es cuestión de madera, y lamentablemente, en esta ciudad, parece que no abunda.

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