Violencia y política: la degradación del debate público

Las cifras de Indepaz para este año no son alentadoras: 97 líderes sociales han sido asesinados en el país. El último, que elevó el número al mencionado, se trata de Miguel Uribe Turbay, quien fuera nieto del expresidente Turbay Ayala e hijo de Diana Turbay, ésta última muerta en medio del entrampamiento hecho por el Cartel de Medellín cuando ésta pensaba que conseguiría una entrevista exclusiva con uno de los máximos comandantes del ELN para la época.

Lamentablemente las violaciones a los derechos humanos en Colombia se encuentran naturalizada. Aunque las últimas dos décadas se haya dado un escenario de disminución de grupos armados y de las campañas por la aniquilación de líderes políticos debido a sus idearios, lo cierto es que la violencia y la política siguen atravesadas por hechos degradantes que llevan el debate público a la máxima forma de intolerancia: el odio voraz.

Y es que son muchas las víctimas. Miguel Uribe Turbay sólo es una entre millones contabilizadas; pero su caso, sin dudas rimbombante, se debe a que pertenecía a esa élite ideológicamente odiada, a su posición de senador de oposición y al hecho de que era precandidato presidencial del Centro Democrático, es decir, de los afectos profundos del hoy condenado expresidente Uribe Vélez. Vaya cosa compleja.

Miguel Uribe Turbay fue sin dudas uno de los representantes que por sus convicciones ideológicas participó en la degradación del debate público. Claramente antipático, revictimizó a personas como Dilan Cruz, hoy símbolo de una lucha social enorme categorizada como el gran “Estallido Social” en la era Duque. Quienes participamos de esa gran avanzada por la defensa de la democracia sabemos que las víctimas de la violencia policial merecen un enorme respeto: pese a algunos excesos, la mayoría pretendía mejoras por medio de la presión y resistencia hacia sujetos gubernamentales interesados en la defensa del gran capital, en detrimento de la clases menos favorecidas y trabajadoras.

Sin embargo, el carnaval de ofensas al que hoy asistimos no sólo resulta de las desafortunadas palabras de un precandidato que hoy es dejado atrás en la carrera presidencial. Lo que catalogo como degradación del debate público en la vida política viene, según mi forma de ver, de resentimientos fundados que crecen como legados de las heridas sufridas en la batalla nacional por la toma del poder público. Cuántas víctimas en silencio. Cuántas más gritando justicia. Y otras muchas participando, hasta que la vida les dé el aguante, por develar la criminalidad que se tomó el poder público y que ni a fuerza de votos y, ahora está demostrado, ni siquiera tomando el poder por un período, podrán ser extirpadas en su enquistada tarea de boicotear el florecimiento de una nueva democracia en Colombia.

Esta imposibilidad cortoplacista de cambiar las lógicas del poder ha hecho emerger liderazgos cada vez más populares que han dejado atrás los intentos retóricos elegantes, la mística política de reconocer los contrapesos políticos, en medio de la contienda por asumir las riendas del Estado colombiano. A falta de posibilidad socio-económica real para abrazar el éxito democrático, miles de ciudadanos y ciudadanas han decidido ceder ante la ignominia. Las falsedades, la arrogancia y el lenguaje locuaz han tomado lugar en una suerte de frenesí por desprestigiar al contrario, aunque sea a fuerza de degradar anímicamente la vida propia.

¿Podremos superar esta nueva lógica oculta en perfiles y envalentonada por las pantallas? No creo que se pueda.

La vida pública ha dado ese dramático giro y el futuro próximo es cada vez más preocupante. Quienes se animen a participar de los designios del Estado hoy deben blindarse ante esta nueva fuerza inquietante: la de ejércitos armados de teclados, capaces de amplificar los odios, en detrimento de principios ahora añejos pero brillantes: la unidad, la tolerancia y la fraternidad.

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