El ciclo de sangre: violencia política, oligarquía y el precio del poder en Colombia

En Colombia, la historia política no se escribe con tinta, sino con sangre. La violencia no ha sido una anomalía del sistema, sino un pilar estructural de la manera en que el poder se ha construido, preservado y disputado. Desde las guerras civiles del siglo XIX hasta el conflicto armado contemporáneo, pasando por el asesinato sistemático de líderes políticos, sindicales, sociales y, de forma más visible y brutal, de candidatos presidenciales, Colombia ha mostrado una y otra vez que aspirar a transformar la realidad desde las alturas del poder puede costar la vida. La muerte de los candidatos presidenciales a lo largo del siglo XX y principios del XXI no es simplemente una sucesión trágica de hechos aislados: es el síntoma más visible de una oligarquía resistente al cambio y de una cultura política donde la bala ha pesado más que el voto.

Desde los albores de la República, el país ha estado marcado por un bipartidismo feroz, en el que conservadores y liberales alternaron el poder no a través del debate político, sino mediante la exclusión mutua y la represión. La hegemonía conservadora del siglo XIX, las guerras civiles, la Guerra de los Mil Días, fueron todas expresiones de una élite que, al verse amenazada, no dudó en recurrir a la violencia para reafirmar su control. Con la llegada del siglo XX y el ascenso de nuevas voces, esta tradición no solo continuó, sino que se perfeccionó en formas más sofisticadas y letales.

El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 no solo truncó la posibilidad de una verdadera democracia social, sino que abrió la puerta a un ciclo interminable de violencia política. Gaitán, líder liberal, había logrado consolidar un movimiento popular masivo con aspiraciones genuinas de redistribución del poder y la riqueza. Su asesinato, aún envuelto en misterio y conspiraciones, desató el Bogotazo y marcó el inicio de la violencia bipartidista. Pero más allá de las revueltas, su muerte envió un mensaje claro: en Colombia, quien ose desafiar el statu quo, muere.

Décadas después, el mensaje siguió vigente. Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro Leongómez: tres candidatos presidenciales asesinados en menos de una década. Los tres representaban alternativas a los partidos tradicionales. Los tres estaban ligados, de una u otra forma, a movimientos populares o insurgentes en proceso de reinserción. Los tres encarnaban la esperanza de que otro país era posible. Y los tres fueron silenciados con balas. No fue casualidad. Fue cálculo. Fue miedo de las élites a perder el control sobre los recursos, las tierras, la política, la narrativa. Fue una estrategia de eliminación sistemática disfrazada de “violencia de terceros”, cuando en realidad, sectores del Estado, el narcotráfico, los paramilitares y empresarios se aliaron para evitar el surgimiento de una verdadera democracia popular.

Incluso en tiempos recientes, el asesinato de líderes sociales y amenazas a candidatos alternativos siguen dejando claro que el ejercicio de la política en Colombia sigue estando condicionado por una lógica de guerra. Gustavo Petro, cuando fue candidato, recibió múltiples amenazas de muerte; lo mismo ocurrió con Francia Márquez. Sergio Fajardo, aunque más moderado, también fue blanco de campañas de desprestigio feroz, y Rodolfo Hernández representó una reacción populista, sin estructura pero con gran eco, precisamente porque el desprestigio de la clase política tradicional ha llegado a niveles insoportables.

Todo esto ocurre en un país donde la oligarquía, a pesar de las crisis, mantiene su capacidad de adaptación. Bancos, medios de comunicación, grupos empresariales y sectores del alto mando militar han operado como filtros del poder. Las reglas del juego democrático parecen estar ahí, pero solo son válidas si no se amenaza la estructura profunda del poder económico. Cuando un líder político o social sugiere una reforma agraria, una transformación del modelo minero-energético, o la renegociación de privilegios corporativos, automáticamente se convierte en objetivo. No importa si se postula por una guerrilla desmovilizada, un partido legal o un movimiento ciudadano: el resultado puede ser el mismo.

Esta violencia no es solo física. Es simbólica, mediática, jurídica. El “lawfare”, las campañas de desprestigio, las inhabilidades exprés, los montajes judiciales, también matan políticamente. El asesinato no es ya solo la eliminación física, sino el silenciamiento, el exilio forzado, la censura.

La democracia colombiana sigue siendo, en gran medida, un escenario de simulación. La alternancia en el poder ha sido más de nombres que de proyectos reales. La verdadera izquierda, la voz de los excluidos, solo ha comenzado recientemente a tener representación institucional. Y eso ha generado una reacción feroz de los sectores tradicionales, acostumbrados a no compartir la mesa del poder.

Hoy, cuando el país se encuentra en una encrucijada profunda, con procesos de paz truncados o frágiles, con una sociedad polarizada y un sistema político desprestigiado, es urgente mirar al pasado con honestidad. No para quedarnos en la melancolía o el resentimiento, sino para entender que sin memoria no hay justicia, y sin justicia no hay democracia.

Colombia necesita romper de una vez por todas el ciclo de sangre. La política debe dejar de ser una profesión de alto riesgo. La vida debe valer más que el poder. Y el poder debe ser el instrumento para dignificar la vida, no para destruirla.

Solo entonces podremos hablar de un país en paz.

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