Hoy conmemoramos el 22 de noviembre del año 2000, una fecha que quedó marcada por la oscuridad en los pueblos palafitos de la Ciénaga Grande de Santa Marta, en el departamento del Magdalena. Ese día, la violencia tomó forma en seis lanchas cargadas con 70 paramilitares del Bloque Norte, sembrando el terror a su paso.
La ruta de esas lanchas no solo dejó un rastro de destrucción física, sino que también dejó cicatrices imborrables en el alma de la comunidad. En Nueva Venecia, la tragedia se materializó en el asesinato de 15 pescadores, cuyos cuerpos quedaron marcados por la brutalidad de un conflicto que, en ese momento, se desataba con toda su furia.
Es esencial contextualizar estos hechos en el marco del conflicto colombiano, una triste realidad que ha dejado innumerables víctimas a lo largo de décadas. La disputa territorial entre el AUC, el Frente 19 de las FARC y dos columnas del ELN por el departamento de Magdalena alimentó esta espiral de violencia. Nueva Venecia se convirtió en el escenario de una guerra que no era suya, pero que le arrebató la paz.
Las cifras oficiales señalan 39 vidas segadas en ese día funesto, pero la comunidad sostiene que la realidad podría ser aún más desgarradora, con más de 50 almas desaparecidas en las aguas de la Ciénaga. ¿Cómo cuantificar el sufrimiento, la pérdida y el miedo que dejaron a su paso?
Hoy, al recordar esta masacre, no solo recordamos el horror de ese día, sino que también reflexionamos sobre la carga que llevamos como sociedad. La violencia ha dejado cicatrices profundas, no solo en los cuerpos de quienes sufrieron directamente, sino también en la conciencia colectiva de un país que busca sanar, que busca una PAZ TOTAL.
Es crucial entender que esta carga no es solo del pasado; se proyecta hacia el presente y amenaza con afectar a las generaciones futuras. La violencia deja una herencia de dolor, resentimiento y desconfianza que puede perpetuarse si no tomamos medidas concretas para romper ese ciclo.
En este contexto, es imperativo un llamado a la reconciliación, a respetar la vida y a entender que la verdadera fortaleza de una sociedad radica en su capacidad para superar las diferencias y construir un futuro común. La paz no es solo la ausencia de violencia, sino la presencia activa de la justicia, la equidad y el respeto.
Hagamos un llamado a la empatía, a comprender el sufrimiento del otro y a trabajar juntos por un territorio que abrace la diversidad. En especial, involucremos a las nuevas generaciones, empoderemos a la juventud para que sean agentes de cambio y constructores de paz. Ellas llevan consigo el potencial de transformar la historia y construir un futuro donde la violencia sea solo un oscuro recuerdo; eso estamos haciendo desde Magdalena Joven.
En este día de conmemoración, reflexionamos sobre la tragedia que marcó a nuestros pueblos palafitos en el año 2000. Magdalena Joven, en su firme compromiso con la verdad y la construcción de paz, se erige como testigo y defensor de la memoria histórica. Como la una de las dos organizaciones juveniles aliada de la Comisión de la Verdad Territorial Magdalena, hemos sido parte activa en la elaboración del informe final sobre el conflicto.
Nuestra apuesta es clara: tejer en las nuevas generaciones la importancia y el poder de la paz como mecanismo que garantiza que episodios tan dolorosos como estos, no se repitan. Nos mantenemos dedicados a la búsqueda de la verdad, la justicia, la reparación y, sobre todo, a la construcción de un futuro donde la no repetición sea la columna vertebral de nuestra convivencia. En cada acción, llevamos la antorcha de la memoria y la esperanza por un Magdalena más fuerte y reconciliado.
En memoria de aquel 22 de noviembre de 2000, recordemos que la verdadera victoria sobre la violencia no se encuentra en la venganza, sino en la construcción de un presente y un futuro donde la paz sea la protagonista de nuestra historia colectiva.