Hay líderes que nacen para administrar, y hay líderes que nacen para enfrentar. Donald Trump pertenece —para bien o para escándalo de muchos— a esta última categoría. Lo detestan no por lo que hace, sino por lo que representa: la idea de que la democracia no se defiende con suspiros ni excusas, sino con carácter, límites claros y, cuando toca, con la firmeza legítima del Estado. En un mundo donde abundan presidentes débiles que gobiernan como si pidieran disculpas por existir, Trump incomoda porque recuerda algo elemental: sin autoridad, no hay república; sin firmeza, no hay libertad.
Y es precisamente esa fortaleza la que saca de quicio a la izquierda global. Una izquierda que exige corrección política a la derecha mientras rinde pleitesía a sus propios líderes, incluso cuando cometen abusos, persiguen opositores o dinamitan pilares democráticos. Para ellos, un gobernante de derecha debe ser un caballero de porcelana: impecable en sus modales, dócil en su discurso, casi un huésped agradecido en su propio país. Mientras tanto, a sus ídolos les perdonan censuras, encarcelamientos y arbitrariedades, todo envuelto en poesía revolucionaria.
Parte del problema es que la corrección política se volvió una religión obligatoria, una especie de rosario moderno que debe recitarse para no ser excomulgado del debate público. Pero la juventud de derechas empieza a despertar. Empieza a entender que bajar la voz, moderar el pensamiento y pedir permiso para opinar no solo es inútil: es la derrota misma. Una generación entera está cansada de la mojigatería política, de ese teatro moralista que ni las izquierdas se creen, pero que utilizan para amordazar y sedar al resto de la sociedad. Trump les molesta porque no acepta la mordaza. Porque dice en voz alta lo que millones piensan en silencio.
Y aquí llegamos al punto más incómodo —y por eso mismo inevitable— de esta discusión: la forma en que se ha manipulado el discurso de los derechos humanos, del DIH y de la tolerancia. Su esencia es noble; su uso político, no tanto. Convertidos en dogmas selectivos, funcionan como esposas ideológicas que paralizan a los gobiernos cuando intentan ejercer autoridad, mientras blindan a quienes viven del caos. Hoy, quien propone que el Estado actúe con firmeza es señalado de bárbaro, mientras quienes destruyen el orden son retratados como víctimas románticas del sistema.
Trump entendió algo que muchos prefieren no ver: la democracia no puede renunciar a la aplicación legítima de la fuerza cuando la estabilidad está en juego. El Estado no puede convertirse en un espectador impotente ante quienes utilizan la violencia para desafiarlo. Esa claridad es justamente lo que lo hace intolerable para quienes viven de la ambigüedad moral y del chantaje emocional.
El contraste con Colombia es doloroso. Mientras afuera algunos líderes entienden que la autoridad es un pilar, aquí el gobierno ha entregado discurso, símbolos y herramientas para complacer a grupos narco-terroristas que jamás han creído en la democracia. Se renuncia a la fuerza legítima en nombre de una paz que nunca llega, mientras los violentos avanzan aprovechando un Estado que parece más preocupado por no incomodar que por proteger.
Y de ahí la conclusión frontal de esta columna:
Mandar al diablo la corrección política no es un acto de rebeldía estética; es una necesidad para que la democracia no se hunda en su propia timidez. Ese catecismo hipócrita que exige pedir perdón por cada palabra funciona como una mordaza diseñada para inmovilizar a todo aquel que se atreva a pensar distinto. Y es hora de decirlo sin miedo: la corrección política se convirtió en una jaula para unos y en un arma para otros. Una maquinaria emocional usada para silenciar, etiquetar y neutralizar.
Por eso hay que romperla sin remordimiento, sin disculpas y sin explicaciones.
Porque una democracia sin ciudadanos valientes termina siendo un ritual vacío.
Porque el sentido común no necesita permiso. Y porque, si algo le falta hoy al debate público, es exactamente eso: devolverle los huevos a la democracia.


