En Colombia, se percibe un aroma cada vez más intenso de autoritarismo emanando de la Administración nacional. El presidente y sus funcionarios más cercanos parecen moverse no por un compromiso con la democracia y la pluralidad, sino motivados por una dictadura de la ideología. Viven encerrados en un mundo de convicciones cuasi religiosas, cerrados al diálogo y a la disensión constructiva, lo que plantea serias preguntas sobre la dirección que está tomando nuestro país.
El constitucionalismo colombiano posterior a la Constitución de 1991 se encuentra ahora en una posición vulnerable. A diferencia de la Constitución de 1886, nuestra Carta Magna actual establece reglas estrictas de reforma que no contemplan las movilizaciones deformes que el Gobierno propone. La idea de una reforma constitucional impulsada por movilizaciones populares, al estilo de Antonio Negri, no se acordó en la Asamblea Constituyente de 1991 y no tiene lugar en los mecanismos legítimos de modificación constitucional.
El Estado de derecho reposa sobre el delgado asiento del principio de legalidad. Todos, incluidos los gobernantes, están sometidos al imperio del derecho para prevenir arbitrariedades y el abuso del poder para fines personales. Desafortunadamente, hoy se desdibuja este principio cuando se plantea la posibilidad de reformas constitucionales impulsadas no por el consenso legislativo, sino por decretos presidenciales y convocatorias sesgadas.
En una democracia, las normas se construyen a través de la deliberación inclusiva de todos los interesados. La idea de forjar una constitución a la medida de un solo hombre —sin importar su narcisismo— es retrógrada, medieval, monárquica y, francamente, tiránica. No se puede pretender que un solo líder defina los contornos de la nación y del «pueblo», excluyendo a quienes disienten.
Este último punto es crucial. El presidente Petro parece delinear arbitrariamente quién califica como «pueblo». Ignora la polarización profunda dentro de la sociedad colombiana y presume de un apoyo ciudadano que en realidad es mucho más frágil y controvertido de lo que admite. Propone una solución peligrosa: decidir unilateralmente quién puede participar en el proceso político, incluyendo sujetos problemáticos como las disidencias de las FARC, los guerrilleros del ELN, los carteles del narcotráfico y sus militantes más radicales.
La institucionalidad colombiana está siendo puesta a prueba. Es incierto si los controles que la política tradicional ha considerado suficientes —y que en muchas ocasiones han sido manipulados por la élite para su propio beneficio— serán robustos ante un líder que, lejos de combatir la corrupción, parece interesado principalmente en imponer su voluntad y la de sus aliados ideológicos. Entre estos aliados se cuentan actores internacionales como los miembros del Foro de Sao Paulo y del Grupo de Puebla, así como gobiernos autoritarios como Rusia, Irán, Venezuela, entre otros.
Es un momento decisivo para Colombia. Debemos reflexionar profundamente sobre qué tipo de país queremos ser. ¿Seguiremos el camino de la democracia deliberativa, respetando nuestra Constitución y el Estado de derecho, o permitiremos que la sombra del autoritarismo se extienda sobre nuestra nación? La respuesta a esta pregunta definirá el futuro de Colombia en las próximas décadas. Debemos actuar con prudencia y decisión para salvaguardar nuestra democracia.
Marchemos este domingo y demostremos que la democracia de Colombia se respeta. Nos encontramos en el Hotel Ibis del Museo Nacional a las 9 a.m.