¿PETRO QUIERE UN PROXY INTERNACIONAL Y UN NUEVO PARAMILITARISMO A SU SERVICIO?

El presidente Gustavo Petro se presenta en escenarios internacionales como un activista que parece no haber superado la etapa universitaria. Su discurso en Nueva York, arremetiendo contra Israel y clamando por Palestina, lo mostró más como un agitador ideológico que como un jefe de Estado responsable de un país sumido en graves crisis internas. Mientras Petro juega a ser líder de causas globales, Colombia se hunde en la violencia, la criminalidad y la entrega paulatina de su soberanía territorial a bandas armadas y estructuras ilegales.

Lo más grave no es solo su retórica incendiaria, sino las propuestas que expone con total desparpajo: pidió a Naciones Unidas conformar una fuerza armada para intervenir en Gaza, instó a soldados estadounidenses a desobedecer a su presidente y llegó incluso a convocar a colombianos a conformar un “voluntariado” armado para luchar en Medio Oriente. Es decir, Petro no tiene reparo en llamar a la desobediencia militar extranjera ni en alentar la formación de grupos de mercenarios. Esa irresponsabilidad internacional no es un gesto aislado: es coherente con lo que está ejecutando en Colombia.

Mientras Petro juega al revolucionario internacional, dentro del país premia con diálogos, beneficios y protagonismo político a las mismas organizaciones criminales que mantienen sometidas a las comunidades rurales. El caso reciente en Tumaco es ilustrativo: un jefe guerrillero organiza fiestas públicas como todo un capo narco, ostentando casi una libra de oro encima, y tiene más poder que el alcalde. Este personaje, lejos de ser perseguido, aparece legitimado como “gestor de paz”. A todos los que antes el petrismo llamaba paramilitares o simples criminales, hoy los viste con el ropaje de actores políticos válidos.

Pero no nos engañemos: esas concesiones no son inocuas ni humanitarias. Según mi opinión, estas estructuras criminales terminarán funcionando como el brazo armado del petrismo, con la tarea de presionar a las comunidades bajo su control para votar por sus candidatos al Congreso y, más adelante, por su aspirante a la Presidencia. Así como Hamas es el grupo terrorista que sirve como proxy militar y político a los intereses de Irán —recibiendo armas, financiamiento y respaldo estratégico—, en Colombia las guerrillas y bandas criminales podrían convertirse en el proxy interno de Petro, ejerciendo violencia y miedo para sostener su proyecto político.

Vale recordar que, en esencia, ser paramilitar no es otra cosa que ponerse al servicio del gobierno de turno para ejecutar el trabajo sucio. Hoy, bajo Petro, asistimos al riesgo de un “nuevo paramilitarismo”: uno legitimado con el discurso de la paz, disfrazado de procesos de diálogo, y utilizado como maquinaria de presión electoral.

La ecuación es peligrosa: un presidente que actúa como activista internacional, que enardece las tribunas con arengas contra Israel y Estados Unidos, pero que simultáneamente entrega poder a criminales locales, corre el riesgo de consolidar una estructura dual de proxies: unos externos, en alianza ideológica con causas radicales del islamismo político, y otros internos, encarnados en las guerrillas y bandas que se fortalecen al calor de su gobierno.

No se trata de exagerar, sino de entender la lógica. Hamas y Hezbollah no nacieron como ejércitos regulares; fueron estructuras armadas que encontraron un padrino estatal que los financió, les dio espacio político y los legitimó. En Colombia, la historia podría repetirse con guerrillas recicladas y bandas criminales transformadas en “gestores de paz”. La diferencia es que, en este caso, su padrino sería el propio Estado colombiano, dirigido por Petro y sus potenciales sucesores.

Mientras tanto, hay indicios creíbles de que proxies del islamismo radical, como Hamas o Hezbollah, han explorado vínculos con bandas criminales en Colombia, aprovechando rutas del narcotráfico y la debilidad institucional. Todo ello, bajo la mirada permisiva —cuando no cómplice— del actual gobierno.

Y mientras todo esto ocurre, los llamados “profesionales del conflicto”, esos que viven de la victimización eterna, dedican su tiempo a criticar posturas directas como la mía. No proponen soluciones reales: opinan en foros, se refugian en un intelectualismo inútil, estudian el fenómeno hasta la saciedad solo para exhibir erudición, pero rechazan cualquier salida definitiva, si esta comprende la eliminación militar. Lo hacen por arrogancia, por cobardía o, simplemente, porque necesitan que el conflicto siga vivo: de él depende su provecho laboral.

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